lunes, 31 de diciembre de 2007

Familia y tradición

Por JUAN MANUEL DE PRADA, en ABC, el 31 de diciembre de 2007

LA celebración de la fiesta de las familias cristianas les ha dejado el cuerpo a los progres como a la niña de «El exorcista». El progre, que es analfabeto y se vanagloria de serlo, cuando se refiere a la familia le añade desdeñosamente el calificativo de «tradicional»; pero decir «familia tradicional» es como decir «cigüeña ovípara». El progre es ese tío que está dispuesto a defender la existencia de cigüeñas que se reproducen al modo mamífero, o por esporas; y, del mismo modo, pretende vendernos la moto de que existen familias no tradicionales. Al decir «familia tradicional», el progre revela dos rasgos constitutivos de su idiosincrasia: su incultura supina (ignora el muy zoquete que traditio significa «entrega», «transmisión»; y huelga explicar que no puede existir familia si no existe transmisión de vida, afectos y valores) y su odio atávico, inveterado, insomne a la tradición.

Y es que la razón vital del progre no es otra que acabar con la tradición, romper los vínculos que unen a unas generaciones con otras. La tradición es una larga cadena viviente en la que cada generación absorbe el acervo moral y cultural que la precede y lo entrega a la generación siguiente; y en ese proceso de transmisión, que no es inerte ni fosilizado como pretende el progre, cada generación enriquece el legado recibido mediante aportaciones propias. Así ha ocurrido desde que el mundo es mundo, en el arte y en la vida; y la civilización humana ha crecido de este modo, sobre el humus fecundo de los tesoros que las generaciones anteriores se han encargado de preservar y ceder en herencia a quienes venían después. El progre sabe que, mientras esta cadena no se quiebre, no logrará imponer sus designios; de ahí que quiera destruir el mundo heredado de nuestros antepasados y sustituirlo por otro nuevo en el que ya no existan vínculos entre generaciones. Por supuesto, este afán destructivo no es inocente: el progre sabe que el hombre desvinculado deja de ser hombre para degenerar en monicaco; sabe que, desamparado de la tradición, el hombre se convierte en carne de ingeniería social. Por eso, el progre abomina de las fiestas y ritos que nos vinculan al pasado, por eso destierra de sus planes educativos el Latín y lo sustituye por Educación para la Ciudadanía, por eso trata de matar los afectos que sólo en el seno de la familia adquieren sentido. Pero el progre no puede completar su designio destructivo sin ofrecer algo a cambio, una pacotilla que anestesie el desvalimiento humano. Y así, aprovechándose de ese desasosiego que deja en el corazón del hombre la falta de asideros, le vende progreso y modernidad como lenitivos de su terrible desvalimiento; y se los vende a través de la propaganda de los medios de adoctrinamiento de masas, logrando que el hombre alienado de su naturaleza (de la tradición que lo constituye) crea que esos lenitivos son más atractivos, logrando arrasar esa silenciosa y pensativa conversación de generaciones que a lo largo de los siglos había garantizado la transmisión de afectos y valores morales.

El progre sabe que para llevar a cabo su misión necesita destrozar el tejido celular de la sociedad, los vínculos que unos hombres entablan con otros según un impulso cordial y sagrado. También sabe que la primera sociedad natural es la familia: destruida ésta, será mucho más sencillo llevar a cabo sus designios. Y disfruta orgiásticamente contemplando los efectos de su devastadora acción: matrimonios deshechos porque sí a velocidad exprés, hogares desbaratados con el menor pretexto o sin pretexto alguno, hijos desparramados y convertidos en carne de psiquiatra, abortos a mansalva, nuevas fórmulas combinatorias humanas negadas a la transmisión de la vida, etcétera. Cuando, por el contrario, descubre que aún hay familias que se resisten a su ingeniería social; cuando descubre que aún queda gente con sueños comunes, con ideales compartidos, con afectos heredados de sus mayores que se renuevan en sus hijos; cuando descubre la fidelidad y la perseverancia de los buenos en medio de una generación que ya creía pervertida; cuando descubre que, además, toda esa resistencia numantina se funda en Dios... bueno, es natural que se le ponga el cuerpo como a la niña de «El exorcista».

sábado, 29 de diciembre de 2007

Sociedad democrática y religión

Por José María Beneyto, en ABC, el 7 de enero de 2006

Una sociedad democrática que socave sus fundamentos morales está condenada al fracaso. De la misma manera, una sociedad democrática avanzada, como a la que aspira nuestra Constitución de 1978 desde su preámbulo, es aquella en la que la libertad y el respeto a los derechos humanos tienen un fuerte anclaje en convicciones que no dependen de la voluntad política o de los humores de los Gobiernos de turno. Desde los orígenes del pensamiento liberal y democrático, desde Adam Smith, Kant o Tocqueville, el consenso sobre el fundamento ético de las sociedades modernas es incuestionado.

Hay aquí un elemento esencial para la convivencia, que ha sido resaltado desde órbitas ideológicas muy distintas en las últimas décadas. La sociedad democrática, como escribiera hace años el jurista y juez constitucional alemán Ernst-Wolfgang Böckenförde, vive de presupuestos que ella misma no puede garantizar. La democracia vive y pervive gracias al humus ético y moral que procede de otras instancias distintas a las instituciones del Estado: la religión; una historia e identidad comunes; o instituciones de solidaridad natural, como la familia.

Por ello pensar que la fragmentación de la sociedad y de instituciones básicas para la misma, o una falsa politización a través del pluralismo de grupos enfrentados y la entronización del discurso de las minorías, puedan suponer una mejora de la convivencia de los españoles es caer en una de aquellas fantasías de Alicia que tanto entretuvieron a Lewis Carroll.

También Jürgen Habermas y Francis Fukuyama han coincidido en su diagnóstico sobre la tentación de querer prescindir de esas otras instancias sociales generadoras de sentido. Los dos han estado de acuerdo en alertar sobre el hecho de que nuestra civilización bien pudiera estar tentada por quebrar las vasijas de barro que contienen su más preciado grial: la idea de la dignidad humana y de preservación y defensa de la vida que da sentido y continuidad a nuestros sistemas democráticos y a la protección de la libertad y los derechos humanos.

Desde los orígenes de la larga lucha de Europa y Occidente por la libertad, su fundamento ha sido la idea de la dignidad humana. De manera particularmente gráfica en Kant y en gran parte de la ilustración liberal, la libertad política y los derechos humanos no se entienden sin el énfasis de esa referencia a algo inalienable, inviolable y sagrado que alienta en el ser humano.

La fundamentación de la moral en la modernidad juega ya con esta doble perspectiva: por una parte, la legítima secularización de los preceptos de la religión, con el fin de constituir un ámbito autónomo de la política; y, por otra, el mantenimiento del eco de una autoridad divina que otorga al cumplimiento de los deberes morales y cívicos una dimensión mucho más amplia que la del puro interés propio. La mayor parte de la historia del pensamiento democrático europeo, así como las solemnes Declaraciones de derechos humanos del último siglo, reposan en ese arco de bóveda que es la creencia en el sentido transcendente de la dignidad de toda vida humana.

En su discurso de recepción en Frankfurt del premio de la paz de los libreros alemanes, Jürgen Habermas llamó lúcidamente la atención sobre la necesidad que experimenta la sociedad democrática avanzada de apoyarse en la tradición religiosa para preservar un espacio público democrático.

Es cierto que a lo largo de la evolución de la modernidad se ha producido un proceso de secularización, a través del cual la filosofía, la ética y la política se han ido apropiando, traduciéndola al lenguaje de la sociedad pluralista, de gran parte de la herencia cultural del cristianismo. Ello supone que, si desde el punto de vista de la evolución cultural, en su inicio la helenización del cristianismo condujo a una simbiosis entre metafísica (griega) y religión (cristiana), la modernidad ha tenido como una de sus tareas principales la disolución de este vínculo, con el objetivo de fundar la sociedad y la política democrática sobre las bases de una ética racional, pública y pluralista.

Sin embargo, la paradójica situación de la cultura europea al inicio del siglo XXI lleva a constatar que la sociedad democrática necesita continuar nutriéndose, para poder seguir fundamentando éticamente sus propias premisas, del cristianismo.

Los derechos fundamentales y los principios sobre los que estos se asientan -dignidad humana, libertad e igualdad de naturaleza, solidaridad entre generaciones y grupos sociales, y apertura al otro-, en definitiva, el núcleo de una Constitución democrática y de la misma idea de tolerancia pluralista, no son preservables sin el vínculo social que aporta la religión.

Nuestra convivencia, el nexo que procede del reconocimiento mutuo como seres dotados de igual dignidad y libertad no consigue basarse exclusivamente en el contrato, en la elección racional o en la idea de máxima utilidad. Incluso el utilitarismo, el contractualismo o la teoría de la elección racional no pueden prescindir -desde la perspectiva de la filosofía política- de la imagen de una comunidad ideal que procede de la idea mundanizada de un paraíso original, en el que libertad y naturaleza coincidirían. Intentar prescindir de la religión y de su proyección pública significa abrir las puertas al terror hobbesiano de la lucha feroz del hombre contra el hombre, eliminar cualquier resto de respeto al otro basándose en su propia dignidad como tal «otro».

Habermas y Fukuyama se refieren también en este contexto al debate sobre los límites de la intervención en la naturaleza humana, y a la prohibición de la eugenesia, de la clonación de seres vivos y de la modificación de esa naturaleza a través de la ingeniería genética. El no respeto de este tabú en favor de la vida provocaría la destrucción de unas libertades democráticas que se basan en el axioma intangible de la igualdad de los seres humanos y en el requisito de su indisponibilidad. Ni los seres humanos, ni las instituciones sociales, pueden estar a la libre disposición del ucase político del partido en el poder.

Ciertamente, el "common sense" de la sociedad liberal no puede basarse ni exclusiva ni directamente en los argumentos de la tradición cristiana, pero la búsqueda de un mínimo denominador común no puede llevar consigo una marginación o abandono de sus fundamentos histórico-culturales, si lo que se pretende es seguir avanzando como sociedad.

Esta fue la razón por la que nuestra Constitución en su artículo 16 definió el Estado como no confesional, pero a la vez entendió que las creencias y los sentimientos religiosos de los ciudadanos tienen una repercusión positiva para la convivencia y la preservación de las libertades y los derechos, por lo que es responsabilidad del Estado democrático favorecer un clima positivo para el florecimiento de esa dimensión esencial de la vida humana que hace que los ciudadanos se comporten de forma más responsable y solidaria. Este compromiso incluye en primer lugar la educación religiosa.

Por ello sorprende el lamentable error de perspectiva que parece haberse instalado en las filas del partido socialista -quizás sólo como una maniobra de distracción para no tener que acometer otras necesidades más urgentes y complejas de la política española-, que ha llegado a desenterrar un más que superado laicismo militante, marginando a la religión católica al exclusivo ámbito de la conciencia privada, o pretendiendo su equiparación con otras creencias y religiones en una idiosincrática versión de multiculturalismo religioso. En este sentido, nuestra Constitución es nítida en el reconocimiento no sólo de la importancia de la proyección pública de la religión para la salud de nuestra sociedad democrática, sino también de la necesidad objetiva de unas relaciones de cooperación particulares con la Iglesia Católica. La negación de la identidad y la tradición religiosa de una sociedad abocaría en último término a la disolución de sus raíces y defensas morales.

sábado, 22 de diciembre de 2007

FELIZ NAVIDAD



Escucha el relato de la Navidad del Evangelio de San Juan

Prensa y religión: errores cometidos por los periodistas

Por Paz Fernández Cueto

Los criterios periodísticos actuales enfrentan dificultades para abordar contenidos de naturaleza religiosa. Una de las instituciones más frecuentemente maltratadas por la prensa, al manejar la información con términos imprecisos, inadecuados, simplemente por desconocimiento de su naturaleza fundamental, es la Iglesia Católica.

El periodista que cubra la información de la Iglesia Católica, o de cualquier otra, debería conocer sus características esenciales, al menos como se considera a sí misma en documentos autorizados. Para conseguirlo, no se requiere comulgar con una creencia determinada, sino tener un profesionalismo basado en la honradez intelectual del periodista, quien debería ampliar su cultura evitando así la interpretación sesgada de la noticia.

El punto de partida para comprender a la Iglesia Católica y su lógica de actuación es contemplarla como una realidad constituida por un elemento humano y otro divino, visible y espiritual a la vez (Lumen Gentium, n. 8). Podría decirse que la esencia del catolicismo es la de ser una estructura inscrita en la historia que proclama la salvación eterna en Jesucristo, por el mandamiento supremo del amor y la participación en los sacramentos. La Iglesia camina en el tiempo aunque su fin es sobrenatural, y esta lógica de fondo no coincide con la lógica de una empresa, ni con la de un partido político, ni siquiera con la de otras realidades religiosas, aunque tengan elementos en común.

El catolicismo es un espacio espiritual en tres dimensiones.

1) En primer lugar es una doctrina que incluye una visión sobre el hombre como criatura de Dios. Sin embargo, a diferencia de cualquier otra creencia, filosofía o sistema de ideas, la Iglesia ha recibido en custodia un conjunto de verdades de las que no es dueña sino simplemente depositaria, sin tener derecho a modificar lo que le ha sido confiado. Este cuerpo doctrinal procede de la Sagrada Escritura: Antiguo y Nuevo Testamento, al que se añade la Tradición Apostólica, interpretada por el Magisterio de la Iglesia. No se trata de una creencia vaga, retórica, cambiante o indecisa, ni está sometida a los vaivenes del devenir y de la variación.

El desarrollo de la doctrina está íntimamente ligado al concepto de verdad y a la capacidad de la inteligencia para conocerla, concepto muy debilitado en nuestros días en todos los campos, con la notoria excepción del terreno científico. Es la verdad plena de la revelación, contenida en los actos y palabras de Jesucristo, la que se hace presente a lo largo de la historia.

2) La segunda dimensión de la Iglesia comprende la moral, es decir, la dimensión ética del hombre contenida en los mandamientos. Cuando se ignora el carácter de la verdad absoluta sobre lo que hay que creer, el catolicismo tiende a parecer a las inteligencias instruidas, un hecho social, un fenómeno mental completamente explicable a partir de sus causas. Estas explicaciones, que intentan esclarecer el hecho religioso a partir de la psicología, la sociología, la antropología o la política, abundan en nuestros días. De ahí que la religión sea cada vez menos comprensible para nuestros contemporáneos, debido a la relatividad de todas las conductas, fundamentada en el origen humano de todas las verdades.

3) El catolicismo es una organización visible semejante, por tanto, a todos los poderes. Sin embargo, la Iglesia no sigue en su organización el modelo democrático sino el de la unidad, que tampoco es sinónimo de consenso político. Elemento esencial de la unidad es el obispo de Roma, sucesor de Pedro, a quien Cristo eligió como cabeza de sus apóstoles, y cuyos sucesores son los obispos. Al mismo tiempo, la Iglesia tiene una organización autónoma y descentralizada ya que los obispos, en unión con el Papa, son pastores de su propia jurisdicción y no simples directores de sucursales.

El Papa interviene para garantizar la comunión y el depósito de la fe, pero no lo hace de modo eficientista, como si fuera el presidente de una empresa, sino como primado entre los apóstoles, en comunión con todos los obispos, respetando su ámbito de autonomía.

La prensa en una sociedad democrática tiende -posiblemente sin ser consciente de ello- a imponer criterios democráticos en todas las organizaciones. Le cuesta entender a una sociedad jerárquica como la Iglesia cuyos líderes no son elegidos por el pueblo y juzga como indebida censura lo que significa mantener la fidelidad a las enseñanzas recibidas de Jesucristo, a través de la revelación.

Particularmente confusa resulta la cuestión de la infalibilidad del Papa, identificada frecuentemente con una patente de arbitrariedad, contradictoria a la independencia de juicio que caracteriza al hombre contemporáneo. Hay que recordar que el Papa es infalible cuando, haciendo uso de su Magisterio Extraordinario, declara a ex cátedra que una afirmación en materia de fe y costumbres pertenece al depósito de la revelación. Infalible no significa que lo sabe todo, sino que cuenta con la asistencia del Espíritu Santo cuando define, solemnemente, una determinada verdad. Eso no quiere decir que cuando el Papa exhorta en virtud de su Magisterio Ordinario no tengamos que obedecerlo, como haría cualquier buen hijo ante las indicaciones de su padre.

Con frecuencia se confunde entre lo esencial y lo opinable, por ejemplo, entre lo doctrinal y lo disciplinar. Lo doctrinal es esencial y, por lo tanto, no es susceptible a cambio. Lo que los cristianos profesamos al recitar el credo en el año 2005 no es diferente, en sustancia, de aquello que creyeron los fieles del primer siglo del cristianismo al proclamarse el primer compendio de verdades, llamado credo de los apóstoles, durante el primer Concilio celebrado en Jerusalén. En materia de fe, los dogmas que hay que creer se cuentan con los dedos de las manos, y en cuanto a la moralidad, existen los mandamientos que señalan el camino a seguir en relación a la felicidad del hombre. En todo lo demás, existe un amplio campo de cuestiones abiertas en las que cabe una legítima diversidad de opiniones.

La prensa está acostumbrada a cubrir la actuación de los políticos cuyo arte es la maniobra -sin dar a esta expresión una connotación necesariamente negativa-. La clase política, al ser elegida por el pueblo, depende de la popularidad, con un radio de acción que es a corto plazo. Con frecuencia los reporteros dan a las autoridades eclesiásticas trato de políticos, orillándolos a través de preguntas fundamentalmente de política partidista, a opinar sobre lo que no saben ni tienen autoridad.

Después de más de 20 siglos de historia, la Iglesia nos ofrece un ejemplo elocuente. Su doctrina y las exigencias de una moral congruente a las enseñanzas de Jesucristo resultan frecuentemente impopulares; sin embargo, éstas no han sido inventadas por los hombres. Si así fuera, qué fácil hubiera sido adaptarse a las corrientes de moda ante las presiones del momento. Pero no es así: a pesar de circunstancias históricas adversas, empezando por los errores cometidos por los bautizados que la integran, la Iglesia sigue difundiendo la doctrina católica universal por todo el mundo sin distinción de culturas, razas o naciones.

Para terminar subrayo lo que afirma Diego Contreras en su libro La Iglesia Católica en la Prensa, que la diversidad intrínseca del cristianismo no significa que reclame un tratamiento periodístico privilegiado, simplemente pide un trato periodístico adecuado a su realidad.

domingo, 16 de diciembre de 2007

La destrucción de la sociedad

Por Juan Manuel de Prada, en ABC, el 4 de diciembre de 2006

EN la entrevista de Jesús Bastante y Álvaro Martínez al arzobispo de Pamplona, Fernando Sebastián, que ayer publicaba ABC se contaban muchas cosas interesantes. Hablaba monseñor Sebastián, entre otros muchos asuntos, de la emergencia de un nuevo totalitarismo, disfrazado de formas democráticas, y también de la destrucción minuciosa de la institución matrimonial y, por extensión, de la familia. Ambos fenómenos, en apariencia diversos, creo que deben contemplarse como concomitantes; y aun me atrevería a afirmar que la herramienta más eficaz con la que cuenta este nuevo totalitarismo (cuyo objetivo primordial es la «creación» de individuos desarraigados) es precisamente la destrucción de la institución familiar y de los vínculos que en ella se entablan, que hoy por hoy siguen siendo el principal escollo -declinante escollo- para la «reeducación» de la sociedad. Trataremos de explicar sucintamente esta reflexión.

El matrimonio, como muy certeramente señala monseñor Sebastián, ha dejado de ser una institución protegida jurídicamente. Las leyes han dejado de velar por su continuidad y sostenimiento, para conspirar contra su destrucción. Hoy en día es mucho más sencillo divorciarse que casarse: para casarse hay que asumir unas obligaciones; para divorciarse, ni siquiera hace falta alegar una causa, basta la mera voluntad caprichosa de los cónyuges. Cada vez es mayor el número de matrimonios que se disuelve por razones pueriles, irresponsables, por puro egoísmo disfrazado de «autonomía personal» que ni siquiera repara en el bien de los hijos. Resulta sumamente aleccionador observar que, a la vez que el matrimonio ha dejado de ser una institución digna de protección jurídica, sus enemigos se llenan la boca hablando del «derecho al matrimonio»; bajo dicha expresión lo que se encubre es la desvinculación del matrimonio de un compromiso duradero.

Aquellas viejas cláusulas que acompañaban la formalización de dicho compromiso han dejado de ser efectivas: hoy la gente se casa y se descasa cuando le da la real gana, como quien se cambia de camisa, porque es su «derecho», que ejerce cómo y cuándo le apetece. Naturalmente, el totalitarismo que viene vende esta destrucción del matrimonio como una conquista de la libertad individual. Y es que nada le conviene tanto como la creación de un espejismo de libertad para imponer su nueva tiranía.

Por supuesto, al nuevo totalitarismo no le interesan los individuos libres, sino desarraigados, huérfanos de asideros vitales que los protejan contra la sibilina labor de «reeducación» social. La magia del nuevo totalitarismo consiste, precisamente, en disfrazar ese desarraigo de libertad. Los totalitarismos siempre se han cimentado sobre una destrucción de la sociedad, de los vínculos que los individuos entablan entre sí; toda forma de asociacionismo humano ha sido contemplada con desconfianza, incluso con franca hostilidad, por los tiranos. El nuevo totalitarismo ha descubierto que el último bastión que le restaba por derruir era el matrimonio, y con él los lazos afectivos y transmisiones educativas que en su seno se entablan de forma natural. La familia «tradicional» (del latín traditio, que significa entrega, transmisión) se convierte así en el enemigo primordial del nuevo totalitarismo; desaparecida esa transmisión o fluencia de convicciones que se produce en el seno de la familia, rotos los vínculos solidarios que anteponen el bien común al interés particular, el individuo se convierte en un ser mucho más frágil y permeable a la «reeducación». También, por supuesto, se convierte en un individuo enfermo: carente de afectos, entregado a pulsiones de satisfacción inmediata que sustituyen ilusoriamente esos afectos, carne de psiquiatra y pasto de adoctrinamientos varios, amoral e incapaz de asumir responsabilidades, lacayo del Nuevo Régimen. El nuevo totalitarismo puede sentirse orgulloso: ha logrado destruir la sociedad, haciendo además creer a los damnificados que son más libres, cuando en realidad no son sino despojos arrojados a una trituradora de almas.

viernes, 14 de diciembre de 2007

El paisaje como moral

Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta de los Negocios, el 12/12/07

Debería obligarse a los alumnos a peregrinar por los caminos de España, y a pasar un tiempo en el Prado.

Entre todos los males de nuestra educación, existe uno en el que no siempre se repara y nunca lo suficiente: la ignorancia que tienen los alumnos sobre la realidad histórica de España.

Nuestro patriotismo, salvo escasas y nobles excepciones, o no existe, que es lo que suele ser más frecuente, o se manifiesta de manera engreída y convulsa. En ambos casos, no es sino el fruto de la ignorancia. Pero si mala es ésta, peor aún es la tergiversación de la realidad. No es lo peor que los alumnos ignoren, pues quien ignora acaso sepa que ignora. Lo peor es que lo que creen conocer estos alumnos sea falso, pues quien cree falsamente que sabe jamás saldrá de su error.

Acaso el mayor error político cometido en España desde el comienzo de la Transición haya sido la entrega de todas las competencias educativas a las comunidades autónomas. Yo no concedo al Estado el derecho a educar, pero sí el deber de garantizar el ejercicio del derecho a la educación.

Educación Nacional. Antes, se denominaba así el Ministerio. Y tan lejos estoy de creer que cualquier pasado fue mejor como de pensar que todo lo nuevo sea preferible a lo pretérito. Si no hay educación nacional, no puede haber nación.

Si patológica es la ignorancia histórica de los escolares (y, en general, la ignorancia en materias humanísticas), letal es la sumisión de la Historia a los intereses de los nacionalismos. Si España ha de morir como nación, lo hará de pura ignorancia.

Como Franco estableció la asignatura de Formación del Espíritu Nacional, los antifranquistas sin Franco, esa confortable forma de ser extemporáneo, se ven obligados a ensayar una especie de Destrucción o Deformación del Espíritu Nacional.

Se ha dicho que la enfermedad nacionalista se cura viajando. Y es verdad. Se cura viajando a través del paisaje y a través de la historia. Y leyendo (se entiende, no leer cualquier cosa), pues todo libro sabio nos invita al mejor de los viajes: escuchar a los hombres sabios del pasado. En lugar de manipular conciencias con asignaturas adoctrinadoras, debería obligarse a los alumnos a peregrinar por los caminos de toda España, a leer algunos viejos libros, a visitar iglesias y castillos y, desde luego, a pasar un tiempo en el Museo del Prado. No creo que exista mejor cura contra la hispanofobia que recorrer España de punta a punta, o, aún mejor, que detenerse unos minutos contemplando, por ejemplo, el Cristo de Velázquez. Si alguien, pudiendo hacerlo por ser español, no desea que aquello que mira sea suyo, de su pueblo y que sea de su nación, es que es irremediablemente imbécil. Y sólo es un ejemplo.

La Generación del 98, por poner otro ejemplo, y pese a errores e insuficiencias, es tan grande como su amor a España. ¿Puede ser separatista y antiespañol un lector de las unamunianas Andanzas y visiones españolas? Quizá por eso el regeneracionismo español tanto insistió en la pedagogía del viaje y del paisaje. En esto coincidieron la derecha y la izquierda, antes de que llegaran a trastornarse. Podrá no haber ningún acuerdo sobre las raíces y sentido de nuestra historia, podrán seguir debatiendo eternamente en la otra vida don Américo y don Claudio, pero si en algo queda la contienda en tablas es en su igual amor a España. Únicamente se ama lo que se conoce, y únicamente se conoce lo que se ama. El amor y el conocimiento son la misma cosa.

El odio que se puede tener a España es sólo una forma de ignorancia, inocente o culpable, la obra rencorosa y resentida del desconocimiento. Se cura, por lo tanto, con estudio y excursiones académicas. No pocas verdades podemos aprender, incluso de índole moral, contemplando el paisaje, pues el paisaje no es mera naturaleza, sino naturaleza humana y humanizada.

martes, 11 de diciembre de 2007

Los valores occidentales están vivos y deben ser defendidos del terrorismo

Por Massimo Introvigne. Traducción: Ángel Expósito Correa


Recibiendo en Castel Gandolfo a un grupo de parlamentarios, Benedicto XVI ha definido el terrorismo un “fenómeno gravísimo que a menudo llega a instrumentalizar a Dios y desprecia de manera injustificable la vida humana”. Y añade: el terrorismo que ataca Occidente usa como “pretexto” la “recriminación de haberse olvidado de Dios, con la cual algunas redes terroristas tratan de justificar sus amenazas a la seguridad de las sociedades occidentales”.

Se trata de un retorno al discurso de Ratisbona del 12 de septiembre de 2006, ya ampliamente retomado en el reciente viaje apostólico en Austria.

En Ratisbona el Papa había arrancado de un diálogo que había visto contrapuestos en 1391 en Ankara al emperador bizantino Manuel II Paleólogo y a un sabio musulmán. El emperador juega en campo ajeno, tras haber recibido una invitación que no puede rechazar de acompañarlo en una cacería del sultán turco Bayazet, cuyo amenazante ejército es mucho más poderoso que el suyo. Ciertamente Manuel no puede invocar el Evangelio o la teología frente a un público musulmán: propone entonces a su interlocutor de discutir no sobre la base de la fe, sino de la razón. El islámico acepta, pero el diálogo no cuaja porque Manuel y el persa tienen dos ideas distintas de la razón. Para el emperador griego la razón es el fundamento filosófico de todas las cosas. Para el musulmán este fundamento no existe – su Dios, Alá, “no depende de sus actos” y puede cambiar cada minuto las leyes que regulan el mundo, tan es así que todo conocimiento racional es incierto y provisional – y para él argumentar conforme a razón significa sencillamente citar hechos empíricos.

Usa por tanto el argumento que piensa da por cerrada la discusión: la prueba de la superioridad del islam sobre el cristianismo es que los ejércitos del Profeta están ganando en todas partes, y el mismo imperio de Bizancio se ha reducido a un estado insignificante. Naturalmente tres siglos más tarde, cuando a partir de la batalla de Viena los musulmanes empezarán a perder, el argumento podrá dar la vuelta y ser dirigido contra ellos.

Pero no es éste el punto. Para Manuel II – y para Benedicto XVI – la vida, los derechos humanos y la posibilidad de convivir entre religiones distintas están garantizadas sólo por una confianza en la razón como instrumento capaz de conocer la verdad. Si falta esta confianza, qué es la verdad es decidido por los ejércitos triunfadores, y hoy por quienes están mejor capacitados para poner bombas. La verdad – y Dios mismo, que es verdad – se convierten en simples funciones de la violencia.

El mundo nacido por aquélla confianza en la razón y en la verdad que ya en 1391 el islam había abandonado se llama Occidente. Hoy hay muchos, también entre los católicos, que contestan la noción de Occidente.

Para algunos se trataría de un mito imperialista: Occidente jamás habría existido. Para otros Occidente habría dejado de existir: ya que ha ampliamente olvidado a Dios, habría perdido su razón de ser y no quedaría nada merecedero de ser amado y defendido.

Benedicto XVI no se avergüenza de llamar Occidente con su nombre, y de denunciar como un “pretexto” la tesis – que no solamente es expuesta por los fundamentalistas islámicos – según la cual la sociedad occidental “sin Dios” ya no es sí misma.

No: por muy enfermo que esté, Occidente no ha muerto. También en sus versiones más laicas y parciales, sus valores de razonabilidad y de libertad conservan la huella del origen cristiano. Por esto vale la pena defenderlo de la agresión terrorista. Y declararse, sin vergüenza, occidentales.

jueves, 6 de diciembre de 2007

El equívoco laicista

La separación entre Iglesia y Estado, entre el poder espiritual y el temporal, es una novedad cristiana

Por Ignacio Sánchez-Cámara en La Gazeta de los Negocios el 2 de diciembre de 2007

El laicismo invita a actuar, al menos en la vida pública, como si Dios no existiera. La misma formulación entraña ya la debilidad de la tesis, que no afirma que Dios no exista, sino que propone solamente un «como si», al que cabría oponer, al menos, un interrogante: ¿y si sí existiera? Pero no acaba aquí la incoherencia. Fundamentar el Estado laico o aconfesional (que no laicista) en el rechazo del cristianismo es lo mismo que privarlo de su origen y fundamento.

La separación entre Iglesia y Estado, entre el poder espiritual y el temporal, es una novedad cristiana. No existía en los imperios antiguos orientales, ni en Grecia ni en Roma, ni, por supuesto, en el Islam. Estaba ya en el mensaje de Cristo (no sólo en el «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios», al fin y al cabo, sabio y divino subterfugio para escapar de la trampa de una pregunta capciosa, sino, sobre todo, en la afirmación «mi reino no es de este mundo»), del que pasó a los Padres de la Iglesia y a San Agustín (las dos ciudades).

La idea está presente y preside toda la teología política medieval. Es indudable que aquí encuentra su raíz la idea de la limitación del poder del Estado y la ilegitimidad de todo intento estatal de erigirse en suprema autoridad moral. Sólo la ignorancia o, lo que no es sino una de sus variantes, la cerrazón ideológica, pueden atribuir la secularización al declive del cristianismo, a su pérdida de vigencia social. Allí donde no derramó su semilla el cristianismo, ni dejó sentir su influencia, no llegó a germinar la secularización. La modernidad, como afirmó Ortega y Gasset, es el fruto tardío de la idea de Dios (del Dios cristiano, cabría completar). Y la secularización es una planta de raíz cristiana, que, como toda planta, muere si se destruyen sus raíces.

Naturalmente, la separación entre la Iglesia y el Estado no significa que la Iglesia no pueda anunciar y proponer su mensaje moral, incluidos aquellos aspectos que puedan tener relevancia jurídica. Como tampoco impide que el Estado tenga autonomía para regular cuestiones que afecten a la moral religiosa. Tampoco significa esta separación una sumisión de un poder a otro, sino distinción de fines y funciones.

Mientras el Estado existe (o debe existir) al servicio del bien común y del bienestar temporal, la Iglesia persigue el perfeccionamiento espiritual y la salvación de los hombres. Que esto último sea más importante que lo primero, no entraña la subordinación. En cualquier caso, sólo con el cristianismo aparece la idea de que la regulación jurídica de la vida social no depende de la fidelidad a unos textos sagrados. En este sentido, cabe entender la afirmación de San Pablo de que el cristiano debe obedecer al poder constituido, lo que no es incompatible con la declaración de San Pedro de que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.
Así, combatir el cristianismo en nombre de la democracia y la secularización es una incongruencia y un absurdo equívoco que se vuelve contra ellas. Tan cierto es que la democracia y el liberalismo son plantas que sólo han germinado en terrenos abonados por la cultura cristiana, como que allí donde se implantó la cultura de la «muerte de Dios» quedó abierto el camino hacia el totalitarismo y la negación de la libertad y de la dignidad del hombre. Ahora abunda el absurdo que pretende negar la ciudadanía democrática a los cristianos, como si en lugar de la idea de «un hombre un voto», hubiera que adherirse a un discriminatorio «un ateo o agnóstico, un voto».

Por eso es tan ridículo el acomplejamiento democrático de algunos cristianos; como si fueran invitados extravagantes al convite democrático, en lugar de ser los que han permitido la celebración del igualitario festín. Sin el cristianismo, la democracia moderna nunca habría llegado a ser. Nada ha sido tan erróneo como la creencia de que la liberación humana debiera consistir en la negación de la filiación divina. Sin Dios, el hombre no deviene libre sino esclavo, y no hay concepción tan elevada del hombre como aquella que lo concibe como hijo de Dios y, por ello, como criatura creada a su imagen y semejanza, destinada a una vida eterna y perfecta. Daría un poco de risa, si no fuera una terrible tragedia, la pretensión del hombre de suplantar a lo infinito, siendo él radical y esencialmente finito.

Cuanto más pretende elevarse por encima de todo y no reconocer nada más alto que su propia finitud, más se desliza hacia los niveles inferiores de la degeneración y la pura animalidad. Así, podemos comprobar cómo sin Dios el hombre se degrada.

El verdadero superhombre no es la criatura huérfana de Dios, sino el hijo inmortal de un Padre eterno y bueno. De la misma manera, sólo cabe invocar y entender la fraternidad entre los hombres si son verdaderamente hermanos, es decir, hijos del mismo Padre. Si Dios no existiera, ¿cuál sería el fundamento de la fraternidad humana y de la igual dignidad de todos los hombres, que sólo puede derivar de su condición de hijos de un mismo y único Dios?

martes, 27 de noviembre de 2007

El futuro de Occidente

Por George Weigel, en La Gaceta de los Negocios, 19 de Noviembre de 2007


Desde hace años, lo que parece un distanciamiento cada vez mayor entre EEUU y Europa ha sido el principal objeto de debate político. Esta separación del Atlántico, que afecta al futuro del proyecto democrático a ambos lados del océano, se suele analizar sobre la base de diferencias políticas. Sin embargo, mi tesis es que cualquier esfuerzo por comprender este distanciamiento en términos políticos, estratégicos y/o económicos es estéril. Europa atraviesa una crisis que podríamos denominar de moral civilizadora. La manifestación más importante de la crisis es el hecho de que la propia Europa está sufriendo un bajón demográfico si precedentes. Cuando un continente es incapaz de crear el futuro humano en el sentido más elemental, algo grave está pasando. Es fundamental para todo Occidente entender esta crisis; especialmente en una época en que otra civilización, con una visión del futuro muy diferente, compite, en ocasiones agresivamente, contra Occidente por la definición de ese futuro.

Para esclarecer las causas de la crisis debemos ver la historia de otro, modo; a través del prisma de la cultura. A principios del siglo XX, Europa era considerada el centro de la civilización mundial. En cuestión de 50 años, esa misma Europa desató dos guerras, tres sistemas totalitarios, una guerra fría que amenazó con un desastre mundial, el Gu­lag y Auschwitz. ¿Por qué? La clave a esta pre­gunta podría hallarse en lo cultural, en lo espiritual y hasta lo teológico.

En 1942, el jesuita Henri de Lubac sostenía que los tormentos que Europa sufría en aquella década eran el resultado de una constelación de ideas anómalas que él agrupaba bajo la denominación de “humanismo ateo” o el deliberado rechazo del Dios de la Biblia el nombre de la liberación humana. Cuando a las tecnologías modernas unen el positivismo de Comte, el subjetivismo de Feuerbach, el materialismo marxista y la voluntad de poder nietzscheana, de aquí, sostenía el padre De Lubac, surgirían ideas con graves consecuencias: el comunismo, el fascismo y el nazismo. El primer resultado de es­te profundo cambio en la alta cultura europea fue la Primera Guerra Mun­dial. Porque la Gran Guerra fue la con­secuencia letal de una crisis de moral civilizadora; el fracaso de. una razón moral en una cultura que había apor­tado al mundo la idea de “razón mo­ral”. Sólo después de 1991, finalizada la guerra civil europea de 77 años de du­ración, salieron a la superficie de la historia las consecuencias de tamaño conflicto. La Europa contemporánea no está plagada de las formas más sal­vajes de “humanismo ateo”; la segun­da Guerra Mundial y la Guerra Fría lo evitaron poniendo fin al fascismo, al nacionalsocialismo y al marxismo-le­ninismo. Nuestra Europa de hoy está profundamente marcada por un pa­riente más amable y moderado que el filósofo canadiense Charles Taylor ha denominado “humanismo exclusivo”. Esto es, una serie de ideas y posiciones políticas según las cuales (y en el nombre de la democracia, los derechos hu­manos, la tolerancia y el civismo) todo punto de referencia moral y religioso debe ser excluido de la vida pública eu­ropea, en especial, de la vida pública de la Unión Europea.

Pero, al mismo tiempo, hay indicios de renovación espiritual y cultu­ral en Europa. Jürgen Habermas, que en su día defendió una forma extrema de humanismo exclusivo, ahora sostiene que una política humana y democrática debe basarse en normas morales que sepamos verdaderas. Aunque tal vez sea más importante el inicio de un nuevo diálogo europeo que desafía la esterilidad del huma­nismo exclusivo, a la vez que atrae a creyentes y no creyentes por igual. Este diálogo surgió gracias al trabajo en equipo de Joseph Ratzinger, ahora papa Benedicto XVI, y Marcello Pera, un no creyente y filósofo de las ciencias, miembro del Senado italiano (y que hasta el reciente cambio de gobierno en Italia, fue pre­sidente de dicha institu­ción). En un libro escrito conjuntamente, Sin raí­ces, propusieron un aná­lisis sorprendentemente similar de la crisis euro­pea en su moral civiliza­dora. Ambos localizaron las caudas en una pérdi­da de fe en la razón, in­cluida la razón moral. Además, estos dos distin­guidos intelectuales co­incidieron en que una “minoría creativa” de hombres y mujeres con­vencidos de que las verdades que Oc­cidente vive, políticamente hablando, son verdades expuestas a la defensa racional. Estas verdades pueden con­vertirse en el agente del renacimiento de Europa como una civilización cul­turalmente segura de sí misma, capaz de dar cuenta de sus aspiraciones po­líticas. Si Europa empieza a recupe­rar su fe en la razón, alguien en Euro­pa podrá redescubrir lo razonable de a fe. En cualquier caso, una renova­ción de la fe en la razón proporcionará un antídoto contra el hastío metafísico y brindará, así, la posibilidad de un nuevo nacimiento de la libertad en Europa.

martes, 20 de noviembre de 2007

La laicidad del Estado tiene su origen en el cristianismo

Entrevista a Martin Rhonheimer, filósofo y sacerdote, en La Gaceta de los Negocios, hoy.

El profesor de Ética y Filosofía afirma: "la laicidad del Estado tiene su origen en el cristianismo".

Santiago Mata. Madrid.

Filósofo y sacerdote, Martin Rhonheimer nació en Zúrich (Suiza) en 1950. Es profesor de Ética y Filosofía política en la Universidad de la Santa Cruz (Roma); miembro del consejo editorial del American Journal of Jurisprudence y de la Academia Pontificia de Santo Tomás. Ayer pronunció una conferencia en el IESE de Madrid.

¿Cómo encuentra nuestro país después de muchos años sin visitarlo?
Hay muchas tensiones porque está en una situación de transición. Algunos piensan que España es católica y ya no lo es. Como toda crisis es una oportunidad, una crisis de crecimiento, como la adolescencia. Hoy España es un país normal, pero la normalidad incluye cosas problemáticas.

¿No es posible una sociedad cristiana?
Tiene que ser compatible con un Estado laico, con una cultura política que respeta la libertad, también y en primer lugar la libertad religiosa, que mantenga los logros de la modernidad, la democracia occidental que llamamos no-plebiscitaria, una democracia limitada, domada por los derechos constitucionales, porque los derechos humanos limitan la soberanía del pueblo, son estándares de derecho natural que indican que la mayoría no es el último criterio. La democracia no es sólo poder votar, es una cultura política compleja, que incluye la libertad, la competencia, los partidos, los derechos, la independencia judicial, un logro que hay que defender también contra la cultura islámica, que no reconoce la independencia y la separación.

¿Cuáles son esos aspectos problemáticos?
Hay un autor italiano que defiende como meta del laicismo actuar "como si Dios no existiera", es el credo laicista, que se enfrenta a lo dicho por Juan Pablo II de que leyes como la del aborto eran ilícitas y carecían de valor jurídico. Ratzinger explicó eso diciendo que no siempre es derecho lo que decide la mayoría. Para ese autor laicista, esto es fundamentalismo. Pero decir que carecen de valor tales leyes puede decirse en dos sentidos. En un sentido lo dice el que no la acepta y busca una nueva mayoría que la revise, pero reconociendo la estructura democrática: aunque algo sea derecho vigente, puede ser injusto y se puede luchar contra ello. Para eso está la democracia y eso no es fundamentalismo. En cambio, se puede criticar como si la cultura política que produce esas leyes fuera injusta, como si la democracia se deslegitimizara por despenalizar el aborto. No es eso lo que dijo Juan Pablo II: dijo que carece de valor una ley que no cumple los estándares jurídicos objetivos de la ley natural.

¿Debe sentirse cómodo el cristiano en un Estado laico?
El cristianismo es la primera religión que sólo es un proyecto religioso. Todas las otras religiones, también la griega, eran al mismo tiempo proyectos políticos y jurídicos. La Iglesia católica es la primera que no hace depender el orden sociopolítico de la religión y de textos sagrados. La laicidad tiene origen cristiano. Yo veo la modernidad como un encuentro de la Iglesia consigo misma como religión. Pero eso no quiere decir que no pueda pronunciarse en cuestiones de relevancia moral, sino que lo debe hacer sin reprochar ilegitimidad, sin dar la impresión de que la Iglesia quiera someter al poder temporal a su competencia judicial.

¿Existe un fundamentalismo democrático?
Sí, es el de Rousseau, que presupone que la voluntad general es verdadera y que, por tanto, la opinión minoritaria es ilegítima. Eso no es cierto, ya que la opinión minoritaria es tan legítima como la otra y puede ser verdadera. Las reglas del juego dicen que si quieres que tu opinión sea ley, tienes que convencer a la mayoría.

¿Y si el laicismo es anticlerical?
Es lo que sucedió a fines del siglo XIX en la Francia de la III República. Hay que tener en cuenta que la Iglesia francesa era antirrepublicana. Cuando el Papa les propuso el ralliement, la cooperación con la República, los católicos franceses no lo quisieron. La Revolución Francesa no iba contra la monarquía, sino contra la aristocracia, su lema era: "Contra los privilegios".

¿El anticlericalismo hispano es algo rancio?
Hasta cierto punto es un anacronismo. Pero no se debería reaccionar como si hubiera que defender la España católica (algo que suena a confesionalidad), porque España no es un país católico, es un país con muchos católicos, quizá con algunos de los mejores católicos del mundo, un país que tiene raíces católicas. Es verdad que la sociedad se está descristianizando y que eso es un problema, pero volviendo al pasado no se arregla.

¿Tener ideas claras es obstáculo para el diálogo?
Al contrario, no puedo tener una discusión interesante con una persona que no tiene convicciones. Sólo convencemos si argumentamos. Y la Iglesia tiene argumentos. Los documentos del Magisterio hoy día son fantásticos, porque son razonados. Por ejemplo, el documento a las uniones homosexuales alega razones seculares, políticamente aceptables, sin ninguna afirmación deducida de la Biblia: todo es de sentido común. Expone que el matrimonio tiene un estatuto particular porque es responsable de las nuevas generaciones: de su nacimiento, educación, cultura y hasta de la transmisión de la riqueza y el saber. Las uniones homosexuales no producen nada de eso. Pueden ser uniones afectivas, de amistad: la cuestión no es que la Iglesia prefiera el amor entre hombre y mujer como tal.

domingo, 18 de noviembre de 2007

Echar a Dios de la ciudad

Por Ignacio RUIZ QUINTANO, ABC, 23 de marzo de 2005

A lo mejor todo viene del 10 de noviembre de 1619, cuando Descartes, que había tenido un sueño extraño en medio de extraños signos y alegorías, decidió que había descubierto una filosofía destinada a cambiar el mundo: el racionalismo, hijo de un sueño raro, consecuencia, a su vez, de una mala cena. ¿Qué cenó Descartes la noche del 10 de noviembre de 1619?

El racionalismo odia a la imaginación. El hombre antiguo todo lo reducía a símbolos. El hombre moderno todo lo reduce a razones. «En realidad, ¿qué perseguía usted?», le pregunta Ruano a Marinus, el pirómano del Reichstag, en una sesión del juicio. «El mundo nuevo va a llegar... Pero menos deprisa que debiera... Necesitamos ayudarlo...», contesta. «¿Quiénes, los comunistas?» «Los vagabundos. Los que vemos llegar el mundo nuevo. Hay que empujar al mundo viejo.» «¿Y por qué empujar al mundo desde Alemania?» «Der hertz von Europa ist! (¡Es el corazón de Europa!)» «¿Se arrepiente usted siquiera un poco?» «La cúpula... no salió bien del todo... Debió derrumbarse... Una cúpula es un símbolo.»

El protestantismo, como era racional, «dejó escueta, entre salmos, a la Cruz desnuda». Por eso, dirá Pemán, no hay nada más católico que la Semana Santa de Sevilla, donde todos los sentidos, como mandan los místicos católicos, toman parte en el éxtasis. «El paganismo, la idolatría, el politeísmo, bautizados, se llaman la Semana Santa de Sevilla.»

Pemán ve todo el problema de las religiones -y el motivo de su variedad- en la exacta relación del Cuerpo y el Alma. Alma sin Cuerpo: budismos y nihilismos orientales, protestantismos y jansenismos espiritados, fríos, iconoclastas y desnudos. Cuerpo sin Alma: paganismo, culto a la pura naturaleza física. Equilibrio Alma y Cuerpo: catolicismo, con su dogma de la Encarnación, con su dogma de la resurrección de la carne, con sus imágenes, con su liturgia. El «Dios en la ciudad» de Romero Murube es en su plenitud el dogma de la Encarnación.

OCURRE, sin embargo, que los ojos, como dijo Borges desde la profundidad de su ceguera, sólo ven lo que están habituados a ver: «Tácito no percibió la Crucifixión, aunque la registra su libro.» Y Steiner, que sigue queriendo saber cuál es la nueva metáfora de la esperanza, se queja de que las vulgares suficiencias de nuestra psicología y nuestra sociología no van al centro de la cuestión: si la existencia de Dios es hoy un problema vivo. ¿Arde todavía la Zarza o es sólo objeto de la curiosidad del psicólogo y el historiador?

TODO viene, como decíamos, del 10 de noviembre de 1619. Con el racionalismo, las personas que para echárselas de cultas iban de razonables dejaron de creer en Dios. La fe en Dios fue sustituida por la fe en las nacionalidades. Nietzsche levantó acta: «Dios ha muerto.» Y puesto que no se puede creer en ningún código moral sin creer en un Dios que te señale con el dedo, predijo para nuestro flamante siglo, con voz de Bonnie Tyler, el eclipse de todos los valores: «Total eclipse of the Heart».

Dicen que este gobierno de progreso -el gobierno que presume de haber vuelto al «corazón de Europa» para ver llegar el mundo nuevo- prepara un Código Laico destinado a reprimir las manifestaciones religiosas en las calles, es decir, a echar a Dios de la ciudad. Es el mismo gobierno que el otro día, después de unas copas a la salud del Pasmo de Paracuellos, derribó una estatua de Franco, muerto hace treinta años. Declararon que ésa no era estatua de «consenso» -palabra católica, cosa que no saben-, y el derribo fue llevado a cabo «sin novedad», en palabras del hijo de Pepe, el de la tienda, que ahora deberá proceder a retirarlo del escalafón militar.

martes, 13 de noviembre de 2007

Objeción de conciencia

Son muchas las leyes democráticas que reclaman objeción de conciencia

Habla Stefano Fontana, director del Observatorio Internacional Cardenal VanThuân, VERONA, martes, 6 noviembre 2007 (ZENIT)

«Los casos de aborto y de eutanasia no son los únicos que reclaman la objeción de conciencia», advierte Stefano Fontana, director del Observatorio Internacional Cardenal Van Thuân, foco de promoción de la doctrina social de la Iglesia.

Convierte en altavoz de esta alarma el último boletín del Observatorio, del pasado viernes, publicando un comentario bajo el titulo «La objeción de conciencia es un problema político. Sociedad democrática, relativismo y objeción de conciencia».

«El relativismo que guía frecuente la legislación en los países occidentales sitúa al cristiano ante nuevos problemas de conciencia --constata--. Es el caso de leyes que legalizan el aborto o la eutanasia».

Recuerda que Juan Pablo II indicó que «leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia («Evangelium vitae»>, 73).

Pero estos casos «no son ya los únicos que reclaman la objeción de conciencia», apunta Fontana, aludiendo al reciente discurso en el que Benedicto XVI ha subrayado «la obligación de la objeción de conciencia para los farmacéuticos».

«Pensemos en una enfermera que trabaja en un hospital en el que se practican abortos», o en «los funcionarios de un municipio donde se registran uniones civiles de personas del mismo sexo», o «en un empleado de un laboratorio en el que se realizan selecciones de embriones humanos», o los trabajadores de «editoriales o televisiones que producen material pornográfico», o «en muchos abogados o jueces que ya se encuentran a menudo ante situaciones límite», ejemplifica el director del citado Observatorio Internacional.

Así que «la objeción de conciencia ya es un problema político», considera. De ahí que sea necesario, en su opinión, «emprender una profunda reflexión sobre la objeción de conciencia en política, vista como "resistencia", pero también como "renovación", esto es, como un empeño no sólo negativo, sino también positivo y propositivo».

Denuncia Stefano Fontana que, al mismo ritmo que se «amplían los casos en los que se está llamado a la objeción de conciencia, se asiste también a frecuentes negaciones de este derecho». «Ambas cosas se deben al relativismo, el cual muestra así su íntima contradicción», sintetiza.

Y es que el relativismo --explica-- «propone una libertad de conciencia casi total, pero si un funcionario municipal rechazara registrar a una pareja homosexual, ese mismo relativismo se lo impediría»: «denunciaría esa libertad de conciencia como imposición y violencia hacia la libertad de conciencia». Se trata «de uno de los aspectos más sutiles de la "dictadura del relativismo"», concluye.

lunes, 5 de noviembre de 2007

Ciencia e ideología

El “cambio climático” se está convirtiendo en una poderosa y rentable mitología, cuando no en pura superchería

Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta, 5 de noviembre de 2007

Los hombres tenemos obligaciones con relación a la naturaleza. Y no porque ella tenga derechos. El titular de esos eventuales derechos, correlativos a las obligaciones, es también el hombre y sólo él: las generaciones actuales y las futuras. Sólo la persona es titular de derechos y obligaciones. Estas obligaciones relativas a la naturaleza han sido y son, con frecuencia, incumplidas. No son pocos los desmanes perpetrados. Pero si el hombre es capaz de agredir a la naturaleza, acaso sea porque no es un ser meramente natural.

No es fácil negar la realidad, al menos parcial, de lo que ha venido en denominarse “cambio climático”. La agresión a la capa de ozono, junto a otros factores (también conviene evitar el fundamentalismo del factor causal único), ya ha provocado alteraciones y efectos perceptibles, que se manifiestan en un aumento de la temperatura anual media y en el consiguiente deshielo que provoca el aumento del nivel del mar. Es a los científicos, y no a los charlatanes ventajistas, a quienes compete evaluar la dimensión del problema, establecer previsiones verosímiles y proponer las recomendaciones y las medidas políticas supranacionales que habría que adoptar (si bien, esto último ya no les corresponde sólo a ellos). No es infrecuente que algunas predicciones agoreras se funden en la condición, casi nunca cumplida, de un mantenimiento inalterado de las demás condiciones actuales (lo que en Derecho se llama la cláusula rebus sic stantibus, es decir, el presupuesto de que permanezcan inalteradas las demás circunstancias). Cuando comenzaba mis estudios universitarios, circulaba por ahí el dogma del “crecimiento cero”, patraña de la que apenas nadie se acuerda ya. El debate, si ha de serlo auténticamente, tiene que ser científico.

Existen síntomas evidentes de que el debate empieza a transitar más por la senda ideológica que por la científica. Para empezar hay mucho barullo y griterío, y ya decía Galileo que donde se grita no hay verdadera ciencia. El “cambio climático” se está convirtiendo en una poderosa, y rentable, mitología, cuando no en pura superchería. La ciencia nunca impone, silencia o censura, nunca amonesta o insulta, sino que persuade. Ciertamente, en ocasiones debe ser algo dura con los charlatanes, pero nunca escamoteando el debate e imponiendo una ortodoxia asfixiante. Ortega y Gasset decía que ciencia es aquello sobre lo que siempre cabe discusión. Y los apóstoles de la nueva “religión” seudoecologista pretenden imponer su creencia. El debate ha pasado ya de su lugar natural científico al ámbito ruidoso de la política y de la ideología, en el sentido de conocimiento deformado por intereses o de falsa conciencia, cuando no al del puro negocio. La naturaleza cotiza al alza en el mercado ideológico. Siempre es fácil traficar con los buenos sentimientos.

El futuro de la vida en nuestro planeta es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de demagogos poco escrupulosos que no desean que los hechos les estropeen una buena causa. Los retos que tiene planteados la humanidad van mucho más allá del logro de un descenso de uno o dos grados de temperatura media anual durante los próximos seis años. Ojalá fuera ese el único o el principal reto. Eso no significa, ciertamente, que no pueda tratarse de un objetivo necesario o conveniente. Por lo demás, como afirmó Popper, nadie cambia mediante argumentos y razones una opinión a la que no ha llegado mediante argumentos y razones. Es cierto que cualquier gobernante responsable debe enfrentarse a las amenazas del “calentamiento global” en toda su gravedad. Pero valorar y determinar las proporciones de esta gravedad no le corresponde a él sino a los científicos, y se da la circunstancia de que en la comunidad científica no existe unanimidad sobre este problema. También hay que evaluar el coste que entrañan las políticas propuestas, pues acaso muchos de los que se adscriben con fervor a la nueva fe no estén dispuestos a asumirlo. Casi siempre el problema son los otros. El pensamiento simple nunca llega a apresar una realidad compleja. Es muy probable que convenga reducir las emisiones de dióxido de carbono, pero no parece razonable convertirlo en el enemigo público número uno. Como he afirmado al principio, a mi juicio, el problema y su debate son de naturaleza moral, pero sus presupuestos y condiciones son científicos.

Nadie debe ser excluido del debate, salvo los que no estén dispuestos a plantearlo a partir de los conocimientos científicos. También la ciencia puede convertirse en una poderosa mitología, pero sus resultados nunca serán tan devastadores como los que puede producir la sustitución de la ciencia por la ideología. Y toda ideología presta al mal una sola cara, ya sea la clase social, la raza, la propiedad privada o, como en este caso sucede, la emisión de dióxido de carbono. La ideología, en el mejor de los casos, simplifica, siempre engaña, y, en el peor, esclaviza. Sustituyamos la ideología por la ciencia, y el fanatismo por la inteligencia.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Los funerales del laicismo

Articulo de Fermín Fuertes, en arguments, jueves 1 de noviembre de 2007

Hace pocos días un amigo me asaltó por un pasillo: "tengo un texto que te gustará. Ya me dirás que te parece", y me pasó unas fotocopias unidas con una grapa y bastante trabajadas con subrayados y glosas. Me llamó la atención una frase: No estamos asistiendo al alumbramiento de una era postcristiana sino que asistimos a los funerales de la era neopagana y secularizada. ¡Caramba!, -pensé- esto por lo menos es provocador. Veamos a dónde nos lleva.

Guardé los folios de mi amigo en un cajón, con ánimo de devolvérselos en su momento, y con la intención de conseguir mis propias páginas sobre las que reflexionar y anotar. Al concluir el trabajo de aquella mañana, la red y la impresora me facilitaron lo que buscaba: 10 folios por las dos caras, titulados "Cristianos en Europa después de la cultura secularizada". Su autor, Miguel Lluch.

¿Qué es lo que allí se dice? ¿Cuáles son las ideas fundamentales que Lluch transmite? A mi entender, el mensaje que se quiere comunicar es el siguiente: vivimos un tiempo entre dos tiempos, asistimos a los estertores crepusculares del secularismo, que, sin embargo, todavía golpea con fuerza; en esa situación, las mujeres y los hombres cristianos, manteniendo su identidad religiosa, no pueden encerrarse a la defensiva en los muros de protección de las comunidades vivas de los creyentes, porque tienen la apasionante tarea de contribuir al nacimiento de la nueva cultura, aportando con audacia su propia creatividad personal y su fe.

Estamos acostumbrados a pensar que el tiempo actual es un momento de cambio: el cristianismo ha sido superado y -para gozo o desdicha, según la perspectiva- entramos en una cultura postcristiana. En realidad las cosas no son así. Hace mucho tiempo que la mentalidad colectiva dominante en la sociedad y en la cultura ya no es cristiana. Lo novedoso no son los proyectos secularizadores. Lo nuevo es que la cultura secularizada dominante desde hace siglos ha entrado en crisis y que ya no tiene fuerzas para inaugurar nuevas eras.

¿Cuál es el problema, entonces? ¿Acaso semejante crisis no es positiva desde el punto de vista cristiano? ¿No es motivo de alegría que el oponente desfallezca? El problema es que en esta etapa final la cultura de lo que Henri de Lubac llamó en 1967 humanismo ateo, está dejando de ser humanista. La cultura del Hombre contra Dios se vuelve contra los hombres. Y eso para el cristiano, a quien nada humano resulta ajeno, nunca es motivo de júbilo.

El humanismo ateo nació como una cultura anticristiana: todas sus acciones prácticas y sus elaboraciones intelectuales se desplegaron en silenciosa contraposición a la religión, como marginación y sustitución de la vida cristiana y de sus obras culturales.

En el actual momento de extinción de la cultura secularista, el laicismo es más beligerante, más dictatorial, se ha convertido en totalitarismo. Agotado el pensamiento y la capacidad de argumentación, se dedica con todas sus fuerzas -ya agónicas, pero todavía salvajes- a imponer sus principios configurando una legislación favorable a todas las costumbres e instituciones sociales que no sean cristianas. Se ha producido una mutación y ha aparecido un nuevo modelo, el humanista sin límites, que en su urgente afán de eliminar todo lo cristiano, ataca también lo humano.

Antes, el humanista marginaba a Dios de la realidad que cuenta para la vida, desconfiaba e incluso descalificaba a las personas con convicciones basadas en una religiosidad viva, pero creía en la moralidad, trataba de ser buena persona y buen ciudadano, rechazaba la violencia, cuidaba del bienestar propio y de sus seres queridos. No quería fundamentar su vida ni sus decisiones en verdades permanentes, pero conservaba unos límites, respetaba unas normas que no debían abandonarse.

Según el humanista evolucionado nada nos limita: ni Dios, ni la naturaleza, ni la razón. Ante este nuevo mutante sin límites nadie está seguro, ni siquiera los humanistas con límites.
El combate crepuscular de la Cultura sin Dios no es entre cristianos y no cristianos, sino entre los que quieren mantener el proyecto ilustrado de una sociedad moral sin Dios y los que -siguiendo el argumento de Habermas- "se han convertido en fríos cínicos y relativistas indiferentes", ya no quieren seguir soportando normas y medidas de rectitud. Ya nada une a estos dos grupos, salvo su oposición a lo cristiano. Esta es en mi opinión -escribe Lluch- la dramática situación en la que nos encontramos.

En ese combate, el humanista con límites está llamado al fracaso, poco puede oponer ante el despliegue arrogante del humanista sin límites. Atenazado por su afán de eliminar a Dios, no tiene fuerzas ni respuestas capaces de hacer frente a los impulsos individualistas.
Si se suprime la hipótesis de un Dios rector del mundo no llego a comprender -dice Antonio Baumann- sobre qué realidad se puede asentar la noción de un derecho que permita al individuo, mónada aislada, situarse frente a los otros seres que le rodean y decirles: hay en mí algo de intangible que os obliga a respetarme porque su principio es independiente de vosotros".
¿Nos queda pues, solamente, el horizonte de la barbarie? ¿Caminamos apresurada e inexorablemente hacia una barbarie técnica y centralizada, reflexivamente inhumana y por eso más peligrosa que la antigua? ¿Tiene el relativismo la última palabra?

Sabemos que no. Nuestra fe -decía Benedicto XVI en Austria el pasado 8 de septiembre- se opone decididamente a la resignación que considera al hombre incapaz de la verdad, como si esta fuera demasiado grande para él. Sabemos también que el cristianismo no está en peligro en un tiempo entre dos tiempos. Porque no se une sustancialmente a las culturas.

A lo largo de sus dos mil años de historia ha conocido más cambios culturales que ninguna otra realidad viviente en el mundo. El cristianismo se hace presente en todas las culturas humanas sin identificarse con ninguna de ellas. Sobrevive incluso la vida de las culturas que se han hecho cristianas.

Pero al cristiano, al cristiano concreto, la nueva situación le puede desconcertar. Debe reorientarse y aprender a manejarse en un tiempo en el que la identidad cristiana es atacada precisamente con argumentos originariamente cristianos aunque ahora tergiversados. No sólo tiene que sobrevivir personalmente en medio de la tormenta desatada a su alrededor. Es también responsable de la tarea de cuidar y perfeccionar el mundo. La fe en Cristo -escribía San Josemaría Escrivá- ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana.

El cristiano ama al mundo porque ama a Dios y protege el mundo con responsabilidad porque Dios lo ha puesto en sus manos. Comparte la cultura con todos los demás hombres de su tiempo y con ellos, pero sin perder su identidad, trabaja con esfuerzo y entusiasmo para construir una cultura digna del hombre".
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Nota: La comunicación de Miguel Lluch, que lleva por título "CRISTIANOS EN EUROPA DESPUÉS DE LA CULTURA SECULARIZADA", puede leerse pulsando aquí.

lunes, 29 de octubre de 2007

Blogger del día

Esto no para, ahora es el premio Blogger del día que me otorga aesyd ayer domingo 28. Como siempre, el valor del premio lo cifro más en quién me lo da que en el premio mismo, por eso lo recojo con orgullo y cumplo con las reglas, que son:

1.- Escribir un post mostrando la foto Premio Blogger del Día y citar el nombre del blogger que te lo regala.

2.- Elegir un mínimo de siete blogs que estimes que se han destacado por alguna razón o te gusten y una breve descripción. Poner el nombre, link y avisarles de la movida.

3.- (Opcional). Exhibir el premio en tu blog.

Los blogueros premiados a mi vez son todos los de mi lista de favoritos, así que los mencionados a continuación están cogidos al buen tuntún:

1. La Web de Kikorb
2. Mi Libre Opinión
3. Caraacara
4. Las cosas claras
5. Nueva fotografía para Inexpertos
6. Pasen y lean, y
7. Mi blog. Hablemos.

miércoles, 24 de octubre de 2007

La nueva fuente del derecho

Parecía que el Estado de Derecho eliminaba como fuente del derecho la subjetividad del gobernante

Por Jaime Rodríguez Arana, en La Gaceta, hoy

Los tratados y manuales de derecho al uso suelen citar entre las fuentes del derecho la Constitución, la ley, las normas sin rango legal, la costumbre, los principios generales, la jurisprudencia y la doctrina. Hasta ahora parecía que el tránsito al Estado de derecho desde el Antiguo Régimen había eliminado como fuente del derecho la subjetividad del gobernante, construyéndose toda una magnífica teoría acerca de la motivación, la objetividad y la racionalidad del poder que ha caracterizado el uso y el ejercicio de la potestades públicas en la democracia. Mucho y muy bien se ha escrito sobre la relevancia de la racionalidad y la objetividad como elementos esenciales de las normas y actos de gobierno desde la revolución de 1879. En este sentido, la subjetividad, el puro arbitrio del gobernante había quedado desterrado del mundo de la legitimidad política. Sin embargo, para sorpresa de propios y extraños, por estos pagos y en otras lejanas latitudes, la motivación de algunos fallos judiciales en el cambio de la voluntad política de los gobernantes ha provocado que, también en este punto, en el capítulo del derecho, más aún, de la seguridad jurídica, España también da que hablar.

Los juristas del derecho público hemos aprendido hace algún tiempo que la pura determinación, sin límites, de la voluntad política no sólo no es fuente de derecho sino que constituye un flagrante ejercicio de arbitrariedad. John Locke decía que la arbitrariedad es la ausencia de racionalidad, la ausencia de objetividad, de motivación, algo inherente al ejercicio del mando en un Estado de derecho. Pues bien, el reino de la arbitrariedad suele instalarse en un sistema en dos dimensiones. En la primera nos hallamos cuando aparece el manto de la oscuridad, de la opacidad, del misterio, de la ambigüedad, del enigma, del claroscuro como contexto para actuar políticamente sin límites. Y nos encontramos en la segunda cuando impera la ausencia de objetividad, de congruencia, de buena fe, de confianza legítima, de proporcionalidad; en una palabra, de racionalidad. La racionalidad, bien lo sabemos los profesores de Derecho, es una de las notas características de las normas jurídicas. Quizás hasta sea la más relevante si se engarza adecuadamente en el marco de la justicia. Racionalidad que ha de presidir el entero proceso de elaboración de las normas y racionalidad que también ha de presidir las actuaciones públicas de los gobernantes. Normalmente, cuando se abandona la razón aparecen las quiebras de la coherencia, el cambio injustificado de tratamiento en los asuntos públicos, la discriminación o la desigualdad. El problema, el gran problema que tal fractura del orden jurídico y social trae consigo reside en que se trata de la antesala del autoritarismo, del dominio de unos sobre otros, de la dictadura de lo conveniente o eficaz políticamente sobre lo justo, lo equitativo, lo que reclama la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales.

En este contexto, por ejemplo, resulta que una serie de conductas determinadas se califican por la autoridad judicial en una época como delitos, mientras que en otro momento las mismas actitudes no son merecedoras del reproche penal. La explicación de tal dispar calificación rside en que el diálogo político en un caso produce una caracterización jurídica y, en otra, da lugar a una situación totalmente diferente. Sinceramente, ¿es posible que el diálogo político se convierta en fuente del derecho? ¿Es proporcionado, razonable, lógico, que en un Estado de derecho desde un poder del Estado se colabore en el intento, calculado y deliberado de instaurar una nueva ideología del diálogo, de dominio absoluto de la voluntad política, que convierta en bueno o malo, en justo o injusto, lo que convenga en cada momento al gobierno de turno?

Hace unos meses nos llamaban la atención en Europa sobre el grado de seguridad jurídica en materia de operaciones económicas que han provocado el asombro y la perplejidad por la obvia y evidente ruptura de unas reglas jurídicas que han de ser conocidas y aplicadas por las autoridades competentes. Tiempo atrás tuvieron que salir a la calle millones de personas para reclamar libertad educativa, sensibilidad hacia la institución matrimonial o políticas antiterroristas dignas de tal nombre. Y ahora, por si fuera poco, nos topamos con resoluciones judiciales que hacen apología de la ideología del diálogo político cómo fuente dederecho.

EL horizonte es, por tanto, bien sombrío. Muchos ciudadanos no alcanzan a calibrar la magnitud de la operación orquestada sencillamente porque el consumismo imperante y el individualismo feroz que se expende desde las terminales mediáticas de uno y otro signo han sumergido a muchos sectores del pueblo en un profundo sueño del que es difícil salir. El dominio actual de la racionalidad económica unilateral incluso se atreve, porque es consciente de la narcotización social, a mover las voluntades de muchas personas que han renunciado a una vida digna y libre a cambio del puro disfrute del bienestar económico, por lo visto el único género de bienestar que se tolera.

En otros casos, el problema es de pura y dura manipulación política ante una población inerme, sin temple moral o coraje ciudadano.Ante esta situación, muchos son pesimistas y se contentan con lamentos y censuras estériles haciendo el juego a la provocación. Sin embargo, tenemos una gran oportunidad para demostrar que la lucha por las libertades siempre derrota a la tiranía, sea sutil o explícita. Para eso es menester caer en la cuenta de que es necesario rebelarse civilizadamente frente a tanta imposición, a tanto pensamiento único y a tanto miedo al pensamiento plural. Es una tarea apasionante, que aunque llevará su tiempo, esta condenada a la victoria.

lunes, 22 de octubre de 2007

La eutanasia y el nazismo

EUGENIO NASARRE (Diputado del Grupo Popular) en ABC, el 17 de octubre de 2007

Minuciosamente, paso a paso, se están preparando los caminos para la legalización de la eutanasia. Como anticipo, las Juventudes Socialistas la han propuesto en su programa, adoptado en su último congreso. Bernat Soria, en calculadas declaraciones, ha ido afirmando que es «una asignatura pendiente» a abordar en la próxima legislatura. Hoy, el Congreso debate una proposición de ley presentada por Izquierda Unida que lleva el perverso título «disponibilidad de la propia vida».

Lo que resulta interesante observar es la gran similitud de los argumentos en que se basan quienes postulan hoy la legalización de la eutanasia con los que sostuvieron Hitler y los nazis, cuando la incluyeron junto con la eugenesia como parte esencial de su proyecto ideológico. Los actuales defensores de la eutanasia son, en este punto, herederos directos de las doctrinas nazis sobre la vida y la muerte de los seres humanos.

El argumento principal para justificar la eutanasia es la conveniencia de suprimir «la vida indigna de ser vivida». Resulta curioso que, en una especie de macabro retruécano, sea la apelación a la «dignidad humana» la razón última con la que se pretende legitimar esta clase de «homicidio compasivo». Claro está que, con tal argumento, lo que realmente se está afirmando es que la «dignidad humana» es selectiva, que los seres humanos no la poseen por igual, sino que depende de determinadas condiciones y circunstancias.

El problema que plantea tal afirmación es doble. Por una parte, quién debe decidir qué vida es «indigna de ser vivida» y merece, en consecuencia, su eliminación. Y, por otra parte, qué consecuencias, no sólo para la víctima, sino para el conjunto de la sociedad, se producen si se llega a imponer la tesis de que resulta conveniente y benéfico provocar la muerte a aquellas personas en las que concurren las circunstancias que hacen a su vida «indigna de ser vivida». Las consecuencias son terribles y conducen a la máxima degradación de una sociedad, como sucedió en la Alemania de Hitler.

Tanto en el nazismo como en los que ahora defienden la legalización de la eutanasia, evidentemente la «vida indigna de ser vivida» (y, por lo tanto, eliminable) no es la de los sanos, los fuertes, los inteligentes, los que están pletóricos de facultades. Por el contrario, es la propia de los enfermos, de quienes no pueden valerse por sí mismos, en definitiva, la de los desvalidos e indigentes, la de los que necesitan el auxilio de otras personas para poder vivir. Es curioso que en la proposición de ley de Izquierda Unida no se contempla como supuesto de despenalización «facilitar la muerte digna y sin dolor» (¡así se define el homicidio en el texto!) de quienes gozan de una salud rebosante. Sólo se contempla la despenalización «en caso de enfermedad grave que hubiera conducido necesariamente a su muerte» o «le incapacitara de manera generalizada para valerse por sí misma». Está claro que la eutanasia sólo está pensada para aplicarse a los desvalidos. Y es que irremediablemente la eutanasia no podrá disociarse nunca de la eugenesia. La una conduce a la otra.

Este era el mismo planteamiento sostenido por los nazis. Hitler, en la concentración del partido nacionalsocialista de Nuremberg de 1929, ya afirmó que «como consecuencia de nuestro humanitarismo sentimental moderno, intentamos mantener a los débiles a expensas de los sanos». Hitler no llegó a impulsar políticas favorables a la eutanasia hasta el último período de su gobierno, una vez iniciada la contienda mundial. Pensaba que la sociedad alemana «todavía» no estaba preparada. Pero en 1939, cuando la voluntad del Führer era ya irresistible, expresó al dirigente de los Médicos del Reich «que era justo que se erradicasen las vidas indignas de pacientes mentales graves» (Michael Burleigh, El Tercer Reich). Y a partir de ese año la Cancillería del Führer empezó a autorizar a médicos la práctica de «homicidios compasivos», empezando con los casos de niños nacidos con malformaciones y enfermedades congénitas, tales como síndrome de Down, micro e hidrocefalias, parálisis espásticas y enfermedades mentales graves, alegándose como pretexto las súplicas de padres angustiados. La justificación de la práctica de la eutanasia era presentada por los nazis, sobre todo al comienzo de su implantación, como una respuesta a las demandas de los propios ciudadanos.

También en la exposición de motivos de la proposición de ley de IU se invoca similar justificación. Y saca a relucir una encuesta de la OCU según la cual el 65 por ciento de los médicos y el 85 por ciento de las enfermeras «alguna vez han recibido la petición de un paciente terminal de morir, bien a través de un suicidio asistido o de la eutanasia activa».

Muchos de nosotros conservamos en la retina las imágenes imborrables de la película «Año cero», de Rossellini. Aquel padre, doliente en el lecho, en medio de la miseria y de la degradación de la Berlín devastada al acabar la guerra, que dice a sus hijos: «Soy un estorbo; mejor sería que me muriera». Y aquel hijo, niño todavía, que cuenta la escena a su antiguo preceptor nazi, y que recibe su consejo: «No queda más remedio que sacrificar a los débiles; asume tu responsabilidad». Cuando el padre inicia una recuperación, recibe la droga letal de manos de su hijo.

Los defensores en nuestros días de la eutanasia invocan un presunto «derecho a morir», que debería ser garantizado y protegido por el Estado. El «derecho a morir» se convierte inexorablemente en «derecho a ser matado». Pero, por lo menos hasta ahora, nadie se ha atrevido a postular ese «derecho» con carácter universal, sino sólo en unos determinados supuestos asociados a la enfermedad y a la invalidez. Por lo tanto, la legitimidad de este «homicidio compasivo» requiere el concurso necesario no sólo del ejecutor del homicidio (el verdugo), sino de quien dictamina que quien ha pedido su muerte está incurso en los supuestos contemplados en la legislación. En otras palabras, la eutanasia requiere el concurso de los médicos. Así ocurrió en la Alemania de Hitler. Fueron los médicos integrados en el partido nazi los encargados de la ejecución del programa de eutanasia impulsado por el Führer.

Uno de los pilares de nuestra civilización es el «juramento hipocrático», observado desde tiempos inmemoriales por la profesión médica como núcleo de su código deontológico. El juramento hipocrático contiene esta máxima: «A nadie daré una droga mortal aun cuando me sea solicitada; ni daré consejo con este fin». Los médicos nazis retorcieron de modo espeluznante el texto de Hipócrates, desvinculándolo de la defensa del individuo. ¿También los actuales defensores de la eutanasia enterrarán, como baúl inservible, el «juramento hipocrático»?¿Pretenderán que los médicos se han de convertir en dispensadores de la muerte para hacer efectivo el blasonado «derecho a morir»? ¿No significa todo ello la muerte de nuestra civilización?

domingo, 14 de octubre de 2007

La abolición del hombre (II)

Por Juan Manuel de Prada en XLSEMANAL del 14 al 20 de octubre de 2007

Nos preguntábamos la semana pasada, siguiendo los razonamientos de C. S. Lewis en su ensayo La abolición del hombre (Ediciones Encuentro), si el poder del hombre para hacer lo que le plazca no es, en realidad, el poder de unos pocos hombres para hacer de otros hombres lo que les place. Inevitablemente, la principal vía para instaurar esta nueva dominación será, a juicio de Lewis, la educación. Los antiguos educadores acataban esa ley natural, común a todas las tradiciones culturales, a la que nos referíamos en un artículo anterior; no trataban, por lo tanto, de educar a los niños conforme a esquemas preestablecidos por ellos mismos. «Pero los que moldeen al hombre en esta nueva era –vaticina Lewis– estarán armados con los poderes de un estado omnicompetente y una irresistible tecnología científica: se obtendrá finalmente una raza de manipuladores que podrán, verdaderamente, moldear la posteridad a su antojo.» Los valores que estos nuevos manipuladores impongan ya no serán la consecuencia de un orden natural que inspira la Razón; por el contrario, generarán juicios de valor en el alumno como resultado de una manipulación. Los manipuladores se habrán emancipado de la ley natural, presentando dicha emancipación como una conquista de la libertad humana. Para ellos, el origen último de toda acción humana ya no será algo dado por la Naturaleza; será algo que los manipuladores podrán manejar. Los manipuladores de ese futuro aciago que Lewis vaticina «sabrán cómo ‘concienciar’ y qué tipo de conciencia suscitar». Estarán en condiciones de elegir el tipo de orden artificial que deseen imponer. Podrán, en fin, crear ex novo motivos que guíen la conducta humana.

C. S. Lewis no presupone que estos manipuladores sean personas malvadas, «pues ni siquiera son ya hombres en el antiguo sentido de la palabra. Son, si se quiere, hombres que han sacrificado la parte de humanidad tradicional que en ellos subsistía a fin de dedicarse a decidir lo que a partir de ahora ha de ser la Humanidad». ‘Bueno’ y ‘malo’ se convertirán en palabras vacías, puesto que el contenido de las mismas, su significado, lo determinarán ellos mismos, a libre conveniencia, según las conveniencias de cada momento, según el dictado de sus sentimientos. No es que sean hombres malvados; es que han dejado simplemente de ser hombres, se han convertido en meros artefactos, dispuestos a convertir a quienes vienen detrás de ellos en artefactos hechos a su imagen y semejanza. Apartándose de la ley natural, han dado un paso hacia el vacío.

Cualquier motivo cuya validez pretenda tener un peso más allá del sentimiento experimentado en cada momento ya no servirá. Y en una situación en que quien se atreve a calificar una conducta como buena o mala es menospreciado, prevalece quien dice: «Yo quiero». La única motivación que los manipuladores aceptarán será la que se guía por su fuerza sentimental. ¿Podemos esperar que, entre todos los impulsos que llegan a mentes vaciadas de todo motivo ‘racional’ o ‘espiritual’, alguno de ellos sea bondadoso? Tal vez, pero desgajados de aquella ley natural que los explicaba y sustentaba, tales impulsos bondadosos quedarán abandonados a su suerte y no tendrán influencia alguna. Tampoco parece probable que una persona entregada al dictado de sus sentimientos pueda llegar a ser buena o recta; tarde o temprano, sus impulsos bondadosos perecerán ahogados ante la pujanza de impulsos caprichosos, liberados de todo freno moral. ¿Y qué ofrece –se pregunta C. S. Lewis– el manipulador a los hombres que pretende abolir? Lo mismo que Mefistófeles a Fausto: «Entrega tu alma, y recibirás poder a cambio». Pero una vez que hayamos entregado nuestras almas, es decir, que entreguemos nuestras personas, el poder que se nos otorga no nos pertenecerá. Seremos esclavos y marionetas de aquello a lo que hayamos entregado nuestras almas. No podemos entregar nuestras prerrogativas y, al tiempo, retenerlas. O somos espíritus racionales obligados a obedecer los valores que se desprenden de la ley natural o bien somos mera materia moldeable según las preferencias de los amos. Lewis concluye que sólo la ley natural proporciona a los hombres una norma de actuación común, una norma que abarca a la vez a los legisladores y a las leyes. Cuando dejamos de creer en los valores que se desprenden de esa ley natural, la norma se convierte en tiranía y la obediencia, en esclavitud. Y en ésas estamos. No dejen de leer La abolición del hombre.

lunes, 8 de octubre de 2007

La abolición del hombre (I)

Por Juan Manuel de Prada en XLSEMANAL del 7 al 13 de octubre de 2007

Acabo de leer un extraordinario ensayo de C. S. Lewis titulado La abolición del hombre (Ediciones Encuentro), en donde se nos propone un feroz y lucidísimo diagnóstico sobre la crisis de nuestra cultura. En La abolición del hombre, el autor de las célebres Crónicas de Narnia nos propone una vindicación de la ley natural, a la vez que nos alerta sobre los peligros de una educación que, fundándose sobre el subjetivismo, trate de apartarse de esa senda, sustituyendo los juicios y los valores objetivos por los puros sentimientos. El libro, que se complementa con un repertorio de sentencias morales coincidentes, aunque originarias de tradiciones culturales diversas –confuciana, platónica, aristotélica, judía o cristiana–, postula que cualquier civilización procede, en último extremo, de un centro único; y que el único modo de llegar a ese ‘centro’ es siguiendo un camino, una ley natural inspirada por la Razón. El ensayo de C. S. Lewis cobra una actualidad candente en una época como la nuestra, en la que mediante la educación se pretenden instaurar nuevos sistemas de valores ad hoc que se presentan como conquistas de la libertad, pero que no son sino disfraces de una pavorosa esclavitud, formas sibilinas de manipulación que despojan al hombre de su condición humana.

El orden natural inspira a la Razón la convicción de que ciertas actitudes son realmente verdaderas y buenas y otras, realmente falsas y nocivas. Ninguna emoción o sentimiento tiene en sí mismo lógica, pero puede ser racional o irracional según se adecue a la Razón o no. El corazón nunca ocupa el lugar de la cabeza, sino que puede, y debe, obedecerla. Siguiendo a Platón y Aristóteles, C. S. Lewis sostiene que este orden natural que inspira a la Razón no es uno cualquiera de entre los sistemas de valores posibles, sino la fuente única de todo sistema. Las nuevas ideologías proponen sacar de contexto y tergiversar aspectos diversos de ese orden natural; su rebelión sería algo así como «la rebelión de las ramas contra el árbol»: si los rebeldes del orden natural pudieran vencer, se encontrarían con que se han destruido a sí mismos. «La mente humana –afirma Lewis– no tiene más poder para inventar un nuevo valor que para imaginar un nuevo color primario o, incluso, que para crear un nuevo sol y un nuevo firmamento que lo contenga.» Lo cual, por supuesto, no quiere decir que no se pueda progresar en nuestra percepción del valor; pero esas percepciones nuevas tienen que realizarse desde dentro del orden natural, no desde fuera. Sólo el hombre que se ha dejado guiar por el orden natural puede profundizar en los valores que de él emanan.

En nuestra época, la infracción de la ley natural es con frecuencia percibida como una conquista del progreso. Para C. S. Lewis, lo que denominamos `conquista´ no es sino imposición del poder de unos hombres sobre otros. Ilustra su aserto con el ejemplo de los anticonceptivos, una consecución del progreso que la mayoría de los hombres considera un logro. Pero, para Lewis, lo que los anticonceptivos permiten a una generación humana es convertirse en dueña de las generaciones venideras. A través de la contracepción, se niega o restringe la existencia de las generaciones venideras, se las obliga a ser –sin que se les pida opinión– lo que la generación actual decide tiránicamente. Así, concluye Lewis, «lo que llamamos poder del hombre sobre la Naturaleza se revela como poder de algunos hombres sobre otros con la Naturaleza como instrumento». Algo similar ocurre con la educación que se rebela contra la ley natural: la generación actual ejercita un poder sobre las generaciones venideras, un poder que, en lugar de hacerlas más fuertes, las debilita, dejándolas más inermes en manos de los grandes planificadores y manipuladores. Todo poder conquistado por el hombre es también un poder ejercido sobre el hombre. A la postre, la educación que se revuelve contra la ley natural resultará ser el proyecto de algunos cientos de hombres sobre miles de millones de ellos. El peldaño final se alcanzará cuando, mediante esa educación, el hombre logre un completo control de sí mismo; pero ese control se logrará mediante la abolición de la naturaleza humana. Seremos libres para hacer de nuestra especie aquello que deseemos; pero ¿merecerá esa especie resultante el calificativo de humana? Ese poder del hombre para hacer lo que le plazca, ¿no será en realidad el poder de unos pocos hombres para hacer de otros hombres lo que les place? Trataremos, de la mano de C. S. Lewis, de dar respuesta a este interrogante en la próxima entrega.