sábado, 26 de mayo de 2007

Formación para la tiranía

La libertad real de un pueblo se manifiesta en el respeto profundo hacia el derecho personal de libertad de conciencia frente a las tentaciones del poder de imponer su propia visión de las cosas, su modelo de sociedad, su idea del hombre.

Por Rafael Sánchez Saus. Profesor de la Universidad de Cádiz, en Granada Hoy, el 25 de mayo de 2007.

HACE unas semanas saltaba a la prensa europea una de las últimas ocurrencias del tirano demagogo que sufre Venezuela. Hugo Chávez pretendía impartir clases de marxismo en las empresas para adoctrinamiento de los trabajadores. Por supuesto, fueron los sindicatos los primeros en oponerse y todo el mundo se sonrió: ¿qué puede esperarse de un personaje así? Pues bien, en la España de Zapatero se impone un plan para que los niños en las escuelas sean adoctrinados en los principios radicales de lo que Jesús Trillo-Figueroa ha denominado “la ideología invisible”, y la sociedad lo admite sin apenas discusión. Es verdad que estos maestros del eufemismo que nos gobiernan han tenido buen cuidado de elegir para la operación un nombre encantador: Educación para la Ciudadanía. ¿Puede haber alguien tan bruto y tan facha que se oponga a que los niños sean educados para convertirse en buenos ciudadanos?
Por favor, descorramos el telón de las palabras bellas, pero huecas. ¿Qué hay detrás? Un proyecto de esencia totalitaria que, en contra de lo que muchos creen, no pretende enseñar a los niños cómo comportarse en sociedad, sino inculcarles la ideología dominante, dictaminando el orden moral propio de estos tiempos: qué es matrimonio y qué es una familia; qué es ser padre o madre; sobre qué se forja la identidad personal; qué es un embrión humano y qué un amasijo de células, etc... No se trata, pues, de una materia escolar más, sino de pura ideología al servicio de un modelo de sociedad y de hombre muy definidos y muy discutibles. Se comprende, que Jaime Urcelay, presidente de Profesionales para la Ética, haya advertido que “el proyecto ideológico de Educación para la Ciudadanía contamina toda la asignatura por la pretensión de modelar la conciencia moral de los ciudadanos”, ciudadanos que, no debemos olvidar en ningún momento, son niños y adolescentes.
Cuando el preámbulo de la LOE –ley aprobada sin consenso y con la mayor oposición ciudadana de la historia de la democracia– dice que la Educación para la Ciudadanía ha de encargarse de formar a los “nuevos ciudadanos”, recoge el espíritu del documento hecho público por el sector más radical del PSOE en diciembre pasado: se hace necesario formar “conciencias libres, activas y comprometidas” con lo que se llama “el mínimo común ético constitucional”. Pero, cuidado, porque el mismo documento nos revela que “el principio constitucional es la laicidad”. Con esto tocamos el núcleo de las obsesiones liberticidas del actual PSOE, empezando por el propio ZP. Así se comprende que Educación para la Ciudadanía fuera considerada “no negociable” en la discusión sobre la LOE y que haya sido impuesta por el Ministerio sin contar con las partes interesadas, en especial con los padres de familia afectados.
Porque ésta es la clave de todo el asunto: el brutal aplastamiento al que se somete, una vez más, a la fracción mayoritaria de la ciudadanía a la que el Gobierno socialista se siente con derecho a desconocer como si fuera un mero residuo despreciable. Ante la evidencia de que la nueva asignatura puede convertirse en un instrumento de manipulación y adoctrinamiento, es necesario recordar que la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, en su artículo 14.3, asegura “el derecho de los padres a garantizar la educación y la enseñanza de sus hijos conforme a sus convicciones religiosas, filosóficas y pedagógicas”, y que la Constitución Española, a cuyos valores dicen acogerse los defensores de Educación para la Ciudadanía, en su artículo 27.3, afirma que “los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”.
¿Cartas de Derechos, Constitución? Bastante le importan esas zarandajas al Gobierno cuando de ideología se trata. El derecho de objeción de conciencia, última garantía de una sociedad libre, se alza como valladar frente al abuso. Gandhi, que sabía algo de cómo resistir la injusticia, dejó la receta: “En cuanto alguien comprende que obedecer leyes injustas es contrario a su dignidad de hombre, ninguna tiranía puede dominarle”. El nivel de libertad efectiva de que goza un pueblo no se calibra por las declaraciones grandilocuentes de los políticos, ni por la transgresión subvencionada de la que viven tantos pésimos artistas y pseudoliteratos. Ni siquiera por la aparente libertad de costumbres y modas dictadas por los intereses de las industrias que hacen su agosto a costa de la dignidad y el decoro colectivos. No, la libertad real de un pueblo se manifiesta en el respeto profundo hacia el derecho personal de libertad de conciencia frente a las tentaciones del poder de imponer su propia visión de las cosas, su modelo de sociedad, su idea del hombre. Y en ese sentido, en España deberíamos empezar a preocuparnos. Por nosotros y por nuestros hijos.

martes, 22 de mayo de 2007

La dictadura del pensamiento único

La falacia anti-conservadora consiste en atribuir las posturas morales del adversario a meras preferencias personales

Jaime Rodríguez-Arana. Catedrático de derecho administrativo. En analisisdigital, el 27 de julio de 2005

Es frecuente, muy frecuente en este tiempo, escuchar que todo es relativo, que no se pueden alcanzar verdades objetivas sobre las cosas, qué no se puede imponer ningún criterio moral… Afirmaciones, todas ellas, originadas por esa dictadura del relativismo que, sencillamente, intenta impedir, con uñas y dientes, que mortal alguno pueda tener convicciones morales. Pareciera como si hasta estuviera mal visto el empeño, el intento por buscar la verdad.

En este ambiente de pensamiento único que lamentablemente impera entre nosotros debido a esta sociedad en la que prolifera ese perfil de persona distante, calculadora, fría, que ni siente ni padece, y que sólo aspira, como sea, a alcanzar poder, dinero o notoriedad, encuentra el terreno abonado esa dictadura del pensamiento único que impide a los demás tener convicciones y que justifica la gran convicción: toda vale con tal de que me mantenga en el poder, amase una buena fortuna o procure desarrollar un marketing personal sin límites. Esta es la nueva ideología, no tan nueva me parece, que todo lo permite y que todo lo justifica

Estando pensando sobre estas cuestiones, me topo en el número 77 de Aceprensa de este año con una referencia a un artículo del filósofo Edward Fraser, conocido como comentarista de Robert Nozick, que me abre los ojos sobre lo que este autor denomina la falacia anticonservadora.

Hoy quien se manifiesta de izquierdas presume de que la izquierda es la expresión genuina de la moral, de la ética, porque la gente de izquierdas, qué le vamos a hacer, ha nacido concebida por esa especial gracia que garantiza el acierto en toda circunstancia y espacio. La izquierda siempre tiene la razón. Claro, esta manera de configurar una ideología que, es cierto, ha incrustado en la realidad una relativa sensibilidad social, lleva a descartar cualquier proyecto o propuesta por la sencilla y gran razón de que lo bueno sólo puede venir de esta orilla, pues es metafísicamente imposible que salga algo bueno al margen de esta ideología.

Pues bien, Fraser llama la atención sobre la contradicción que supone negar a los demás la posibilidad de tener y expresar convicciones morales, mientras uno, si es de izquierdas, se puede permitir el lujo de calificar sus decisiones de decentes, morales éticas y no se cuántas lindezas más. Incluso hasta hay quien se atreve a afirmar que ya era hora de que la ética y la moral, por fin, resplandeciera entre nosotros. Ahora bien, si una persona bienintencionada, por ejemplo, replica ante la aprobación del matrimonio para personas del mismo sexo o ante determinadas medidas de discriminación positiva, que tal modo de proceder implica imponer unas ideas, quizás polémicas, hasta quizás no mayoritarias, a los demás, entonces se levantara de inmediato el hacha de guerra contra quien ha osado desafiar al guardián de la moral única y legítima para condenarlo a las tinieblas exteriores, a la más feroz excomunión que jamás humano padeció. Eso sí, sin argumentos, sin razones porque cómo no existen sólo queda el poder de laminar y excluir al adversario. Y, para ello, no se repara en estrategias y tácticas mediáticas alimentadas por el odio y la manipulación.

Para Fraser el truco dialéctico en que consiste la falacia anti-conservadora es bien sencillo y prospera porque el miedo a la libertad y al pensamiento plural es bien patente en una sociedad plana en la que, en casi todos los ámbitos, resulta gravoso expresar las propias ideas como no sea para buscar el agrado y al aplauso. Veamos: esta falacia suele esgrimirse contra los calificados de conservadores o reaccionarios por los grupos liberales, socialistas y feministas. La falacia, dice Faser, consiste en atribuir las posturas morales del adversario a meras preferencias personales, sin conceder la posibilidad de que sus preferencias deriven de juicios que pueden ser verdaderos y, por tanto, universalmente válidos. Así, sin más, se descartan los criterios del adversario sin rebatirlos y se da por supuesto lo que interesa: que el otro no tiene razones para justificar su postura.

La razón de esta peculiar forma de revelación del pensamiento único brota del convencimiento de que no hay más verdad que la mía y que, lejos de debatir sobre ella –siempre hay miedo al debate libre y mucho apego a la discusión trucada- lo que procede sin más dilaciones es su imposición sobre la realidad cuanto antes. Qué hay manifestaciones de cientos de miles de personas en contra, mejor porque qué pena que la mayoría esté tan ofuscada y engañada sin tener la dicha de encontrar la nueva decencia que todos, absolutamente todos, necesitamos para nuestra realización.

Cuándo se dice que no se puede imponer a los demás mis convicciones o puntos de vista moral sobre determinadas cuestiones, conviene llamar la atención sobre algo que no siempre se tiene presente. Los nuevos defensores del pensamiento único, los adalides de la nueva dictadura del relativismo, parten de la base de que las afirmaciones morales como mucho no son más que meras afirmaciones personales que deberían quedar encerradas en el estrecho reducto de la conciencia personal, porque para dictar los postulados de lo que es bueno o malo, decente, como se dice ahora, está el gran hermano. Es decir, las convicciones no pueden imponerse a quienes no comparten estos puntos de vista, eso sí, salvo que sea la nueva izquierda salvadora del hombre quien deba, de una vez, salvar al género humano del paleolítico de lo conservador. Entonces, cuándo es la izquierda quien manda, entonces sí que se pueden imponer las preferencias morales porque resulta que está en la cúpula la misma expresión de la bondad, de lo benéfico y de la tolerancia y entonces sí que todo vale, todo se justifica, incluso esa imposición de la moral tan denostada cuándo no se está en el poder.

Llegados a este punto sí quisiera hacer una glosa breve del pensamiento socialista para decir que frente a lo que para mí es la mejor tradición del pensamiento socialista, hoy el socialismo dirigente ha preferido la deriva libertaria e insolidaria que lleva al radicalismo egoísta y a la muerte del pensamiento plural. En fin, el recurso a esta falacia tan utilizada en este tiempo parte de la fuerza de la ignorancia, del sueño de una ciudadanía a la que acaricia ese despotismo blando tan de moda hoy que dificulta el pensamiento crítico y que lamina a quien se atreve a opinar en contra de la tecnoestructura como hemos comprobado días atrás en sede parlamentaria por dos ocasiones, y sobre todo, de la gigantesca operación de manipulación y engaño a que se somete a la gente de bien, a esa mayoría a la que se pretende engañar con proyectos y propuestas que llevan el germen de la marginación, de la exclusión y del rechazo a quienes hoy más que nunca hay que defender: a tantos millones de seres que están a punto ser, valga la redundancia, a tantos millones de seres que están a punto de dejar de ser, y a tantos millones de seres a quienes ni siquiera se les pregunta por su futuro en un de los mayores ejercicios de autoritarismo que podemos recordar.

Otrosí digo: si escribo estas cosas en estos términos tan respetuosos con las personas que defienden posiciones contrarias a las mías, es porque la persona, piense lo que piense, me merece todos los respetos. Tengo la convicción de que hoy quienes estamos en minoría defendiendo a quienes no tienen voz para exponer sus argumentos, mañana seremos calificados de progresistas y quienes promueven o amparan estas prácticas que castigan tan injustamente a la dignidad de las personas, serán calificados como los verdaderos retrógrados . El tiempo, que es el mejor juez, será quien lo testifique.

viernes, 18 de mayo de 2007

Liberticidas

Los que se oponen a las libertades políticas emplean estrategias más insidiosas que nunca

Miguel A. Martínez Echeverría , en La Gaceta, el 4 de mayo de 2007

Nunca se pueden dar por garantizadas las libertades políticas. Una sociedad será libre mientras sus miembros sean celosos defensores de sus modos de vida, para lo cual es imprescindible que mediante el continuo ejercicio de esas libertades impidan que les sean arrebatadas. Para eso se requiere, como dice Maritain, mantener esa fe en el hombre, siempre amenazada por el falso realismo de los cortos de vista, de los que viven sin esperanza, de lo que se conforman con un tibio puñado de baratijas. Cuando se abandona la paciente lucha por superarse en el servicio a los otros, que es el ejercicio de la libertad, cuando se busca la propia comodidad, que es la esencia de la esclavitud, se pierde la fe en el hombre, y a modo de justificación se alega que hay que ser realista, que el hombre es vil, brutal y despreciable. En ese ambiente de pesimismo y derrota, bulle el caldo de cultivo de esos gérmenes liberticidas que son las mentalidades clericales y laicistas.

Los que hoy amenazan la fe en el hombre, los que se oponen a las libertades políticas, emplean estrategias más insidiosas que nunca. No se presentan como propugnadores de recortes de libertades, que es lo que siempre han pretendido, sino como adalides de nuevas e insólitas libertades. Tratan de convencer a espíritus débiles que mientras no exista el derecho al aborto, al uso utilitario de lo sexual, a la disolución de la familia, a la eliminación del anciano y del enfermo, y a todo lo que impida la buena vida de ese nuevo señor de la historia en que se ha erigido el individuo rico y hedonista, no se puede hablar de una “democracia plena, progresista y consolidada”. A estos falsos defensores de supuestas libertades habría que decirles con John Stuart Mill que si no buscan la libertad por sí misma, sino en razón de la comodidad que les proporciona, es porque tienen alma de esclavo. Entienden la libertad como exigencia del propio vientre. Pero no hay que dejarse engañar, el enemigo de la fe en el hombre, y por tanto de las libertades políticas, siempre ha sido el mismo. Podría ser representado por la figura de una bestia con dos cabezas: el clericalismo y el laicismo. Por todos los medios tratan ambos de patear al hombre, de impedir el ejercicio de su libertad. Sólo les une su ambición de poder, su desprecio a la autoridad que surge de la dignidad de la persona humana. Para unos, los clericales, habría que convertir el Estado en Iglesia, para otros, los laicistas, habría que convertir la Iglesia en Estado. Un mismo objetivo, bajo dos apariencias distintas, suprimir el espacio de ejercicio de la libertad humana.

Sucesos reflejados en la prensa de estos días ponen de manifiesto que laicistas y clericales comparten el mismo fatalismo. Clericales de siempre, que ahora se presentan como teólogos de la liberación, se manifiestan como la quintaesencia del laicismo. Están convencidos que sólo el poder de la bestia tiene fuerza liberadora. Demuestran con sus hechos que no creen en la bondad y la verdad del hombre redimido por Dios, sino sólo en lo que ellos hacen y piensan. Su libertad consiste, como la de los terroristas, en emplear la violencia contra la que se opone a sus tristes deseos.

El más fuerte apoyo a la libertad ciudadana, lo que más enfurece a clericales y laicistas, es una Iglesia no sometida al poder y que pueda anunciar con toda libertad la verdad sobre el hombre. Cuenta Newman que el prefecto imperial de Bizancio no pudo reprimir decirle al gran Basilio: "Nadie hasta ahora había osado hablarme con tanta libertad", a lo que respondió Basilio, "Quizás hasta ahora no habías hablado con un obispo". Para vivir en libertad no se necesita más poder, ni más control, como acostumbran a pensar clericales y laicistas, sino mayor empeño en alentar la manifestación de la verdad que se esconde en cada hombre, que no es otra cosa que dejar que mediante el ejercicio brote la fuente de toda libertad.

lunes, 14 de mayo de 2007

Totalitarismos de nueva generación

Por Manuel Bustos Rodríguez, catedrático de Historia Moderna, en Granada Hoy, el 7 de mayo de 2007

Los totalitarismos no han desaparecido; se han vuelto más sofisticados. Ya no es necesario un general que los inaugure, ni un grupo revolucionario que asalte el “Palacio de Invierno”; ni tan siquiera el golpe de un partido para hacerse con el poder. Hoy se manejan otros hilos; se introducen en la sociedad de forma menos aparatosa. Utilizan la psicología de masas, el intervencionismo social y los poderosos medios de comunicación que la tecnología pone al alcance de la mano. Son el verdadero cáncer de las sociedades contemporáneas, aunque éstas puedan mantener externamente formas democráticas. Lo más novedoso es que se expanden sin que los ciudadanos se percaten fácilmente de ello. Veamos algunos puntos de apoyo en que se basan.

Un camino fecundo y muy actual para su implante es el que se vale de la desvertebración social y cultural. Para ello es preciso ahondar en el rabioso individualismo de las sociedades desarrolladas, atacando o ridiculizando las formas clásicas de cohesión entre los individuos (la familia, la religión, las raíces culturales, la patria, etc.) y sus expresiones. Suele ir acompañado de un paralelo vaciamiento moral, gracias al cual los miembros de la sociedad no son capaces de discernir entre lo bueno y lo malo, la verdad y la mentira. Es lo que se ha dado en llamar la “dictadura del relativismo”: puesto que no hay verdades absolutas, es más, la Verdad no existe, cualquier verdad parcial o, simplemente, la mentira disfrazada de verdad puede llegar a sustituirla sin gran problema.

Este fenómeno tan irracional, para que sea digerible, debe presentarse con el aval de la tolerancia, que, como una buena capa, todo lo tapa. De esta forma, la inconsistencia se convierte en virtud y, de paso, cualquier propuesta “vendida” desde el Poder puede colar, siempre que se la presente así. En contraposición, se rechazará como fanático e intolerante a quien tenga convicciones sólidas y enjuicie desde ellas las cosas, aunque no esté en su deseo imponerlas. Éste es el peor sambenito que hoy te pueden echar. Ciertamente, las personas o instituciones que, como la Iglesia, pretender decir algo con valor normativo son atacadas en su nombre, sin mediar contemplaciones y, a veces, con virulencia.

Se trata a continuación de inducir unos determinados tópicos sustitutorios (a veces muy simplones) y comportamientos, que el “consumidor” asumirá sin darse cuenta ni percibir de manera cabal sus implicaciones. Conviene, sin embargo, que con ellos pueda regalársele el oído y le proporcionen al adoptarlos una sensación de utilidad. De esta forma, el camino para la instauración de un totalitarismo silencioso se realiza más fácilmente. Se entiende así que ideas erradas, sin una mínima base crítica, incluso destructivas para la persona, vayan afianzándose socialmente.

El impulso desde el Poder, aprovechando los medios a su alcance (enseñanza, discriminación en el ejercicio de su protectorado cultural o el control de los medios de comunicación al servicio del mismo), resulta, cómo no, de una ayuda inestimable. No se trata tan sólo de que las informaciones ofrecidas sean sesgadas, sino de que utilicen métodos modernos (mover la sensibilidad, no hacer autocrítica, primar lo excepcional sobre lo corriente, etc.) para ganar el asentimiento de las masas a ciertos temas considerados prioritarios por los estrategas del totalitarismo.

Puede completarse el cuadro con la satanización del opositor, del disidente. Tras provocarle, se le atribuyen reacciones exageradas, ideas intolerantes y actitudes peligrosas, tales como la crispación, el juego sucio o, sencillamente, el ir contra la democracia. Se le convierte así, automáticamente, en un enemigo del pueblo, en un fascista, xenófobo o reaccionario, según los casos, con claro provecho del acusador.

Por último, englobándolo todo, importa promover, como un factor importante, el miedo a posibles represalias de distinta índole (acoso personal y/o familiar, amenazas, obstáculos para el reconocimiento y la promoción, anulación y, en casos extremos, muerte) a cargo de quienes representan las posiciones exclusivistas. Los totalitarismos clásicos añaden también una red de “espías”, asalariados o espontáneos, que trabajan para el Poder convencidos de la bondad del sistema o por ser beneficiarios del mismo, actuando en operaciones de “limpieza”, denuncia y vigilancia.

Tal es el panorama que puede presentársenos, si los ciudadanos no apostamos por la libertad de espíritu y de conciencia día a día, a pesar de su, a veces, elevado coste. La democracia no está asegurada del todo.

viernes, 11 de mayo de 2007

Una civilización degenerada crea bárbaros

La nueva barbarie se basa en el ataque a las jerarquías, la sabiduría, la filosofía y la religión

La revista Alfa y Omega reproduce por su interés, y por gentileza de la Fundación Iberdrola, que lo edita, este fragmento de El crepúsculo de Europa I. El espíritu de la cultura europea, de Ignacio Sánchez Cámara. El segundo volumen sobre la decadencia europea, La barbarie interior, ampliará el análisis del problema que el autor describe en este texto.

Hubo un tiempo en el que los bárbaros acechaban, más allá de sus fronteras, a la civilización. Hoy, no es preciso aguardar su invasión, pues llevamos algún tiempo dedicados a forjarlos entre nosotros. Como todo buen bárbaro, éste que hemos cultivado aborrece toda jerarquía y adora la igualación universal. Si alguien no fuera bárbaro, ¿cómo soportaría él seguir siéndolo? El nuevo bárbaro es un hombre adánico, simpático en su primitivismo, que carece de pasado. Posee, a veces, la gracia y la inocencia del niño; también su ignorancia y su peligro. No sabe andar, ni soporta que alguien le enseñe. Como pretende estrenar humanidad, no puede soportar a los antepasados. Siente la atroz amenaza del pasado que testimonia en contra de su pretensión. Tiene, como el delincuente cuidadoso, que borrar las huellas. Todo sabio precursor es un delator. Para abolir el magisterio, lo mejor es suprimir a los maestros. Si alguien tiene algo que enseñar, proclama la vasta ignorancia del bárbaro. El sabio es reo del más nefando pecado antiigualitario. De ahí la oposición del bárbaro a todo clasicismo y, sobre todo, hacia el más eminente, hacia Grecia y Roma. Abolir los estudios clásicos es borrar las huellas y eliminar el sentimiento de culpa, el pecado cultural original. Nada, pues, de griego ni de latín.
Es preciso extirpar la memoria. La Historia, como maestra que es, debe ser destruida. No hacerlo es condenarse a la insoportable condición de epígono, a asumir esa insoportable responsabilidad. Si algo, en un tiempo pasado, hubiera merecido la pena, el bárbaro habría estado allí. De entre los libros antiguos, los más peligrosos son los que contienen mayores dosis de sabiduría. Nada aborrece tanto el bárbaro como la filosofía; nada ama tanto como su adulteración y sus sucedáneos. La excelencia es infamia. Queda suprimida toda palabra esencial, la que revela la presencia del espíritu. El lenguaje del bárbaro debe quedar degradado hasta casi ingresar en la pura animalidad, hasta revestir la condición de mero balbuceo apenas inteligible. El arte se convierte en pura expresión arbitraria, sin norma ni canon, y la vanguardia en coartada. La moral deviene esclava de la inclinación; y la ciencia, de la técnica. La religión es repudiada, pues lo más elevado, lo sagrado, es lo más insoportable para él. Así, desembarazado del ominoso peso de la sabiduría, al bárbaro sólo le interesa su circunstancia inmediata y aquello que facilita el placer de su existencia mediocre y la satisfacción de sus pobres pulsiones pasajeras: el entorno, el juego, la técnica, la salud y un poco de efímera diversión. Lo demás es, para él, tedio o pedantería. Suprimida la grandeza, la educación resulta abolida.
La civilización sólo muere a manos de la barbarie. Poco importa que, como antes, los bárbaros acechen más allá de las fronteras, o que, como ahora, sean el producto doméstico de la propia civilización degenerada.

martes, 8 de mayo de 2007

La vía romana

Nuestro modo de ser cultural es la situación de secundariedad en relación con una doble cultura anterior

Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta, el 7 de mayo de 2007

No sabemos si Europa progresa o decae. Acaso su progreso consista en el retorno a sus fuentes originarias. Leo Strauss sabía que el progreso a veces consiste en el retorno. El siglo XX se abrió con pronósticos de decadencia y se cerró con un proceso de construcción política, que apenas pudieron soñar sus “padres fundadores”, después de la más atroz guerra civil. Un proceso valioso y ambiguo, preñado de aciertos y errores, que todavía no acertamos a comprender y valorar.

Pero acaso no terminamos de saber en qué consiste Europa. Todo hombre es heredero y toda grandeza es préstamo. Así, la de Europa, depositaria de una doble herencia que procede de Atenas y Jerusalén. No es difícil filiar nuestras raíces. Sí lo es determinar nuestra esencia. Un libro sabio, enviado por su traductor, Juan Miguel Palacios, amigo también sabio, profesor de Ética en la Complutense, arroja luz sobre la esencia europea. Su autor es Rémi Brague, profesor de Filosofía árabe en la Universidad de París I. Su título, Europa, la vía romana. Su fecha de aparición, 1992. No es poco lo que de él se puede aprender. Abre más vías a la modestia que a la presunción. Nuestra grandeza proviene de un doble y antiguo caudal ajeno: las fuentes griega y judía. La misión de Europa no ha consistido en crear, sino en acrecer ese doble caudal ajeno y preservarlo de la barbarie, propia y ajena. La palabra mágica es “Roma”. Europa es pura romanidad. Pero la esencia de Roma es más bien el complejo ante una grandeza ajena, compartida con otras culturas. Lo propio de la nuestra no reside, pues, tanto en su contenido como en la forma de conservarlo y transmitirlo. Europa es romana. Y ser romano consiste en la apropiación y renovación de lo antiguo y ajeno. Si podemos exhibir la universalidad de nuestra cultura es porque no se trata de una cultura particular, porque no somos autores ni señores de sus contenidos. Lo que distingue a Europa es su relación especial con las fuentes de las que bebe. “Ser romano” es tener, aguas arriba de sí, un clasicismo que imitar y, aguas abajo, una barbarie que someter”. Lo que hace avanzar a Europa es esta tensión entre clasicismo y barbarie. Si aún podemos aspirar a ser modelo es porque lo que proponemos como ideal es tradición y bendito plagio. Nuestro modo de ser cultural es la situación de secundariedad en relación con una doble cultura anterior. Como los romanos se sentían secundarios frente al clasicismo griego, el cristianismo (y no el Islam, que refuta tanto al judaísmo como al cristianismo) se sabe heredero del judaísmo. “Haber llevado la secundariedad cultural al plano de la relación con lo Absoluto es cosa de la religión que ha marcado decisivamente a Europa, a saber, el cristianismo”. Naturalmente, esto no entraña una subordinación del hecho cristiano (la Encarnación y la Resurrección) al judaísmo, pero sí su derivación y dependencia. En este sentido, lo que el cristianismo aporta a la cultura europea no es tanto su contenido como su forma. Lo propio de Europa no es ella misma, sino la europeización. Europa es el resultado de la europeización, y no su causa.

Cuando Europa reivindica el universalismo, no se reivindica a sí misma, a sus propios contenidos, sino que apela a lo universal. ¿De dónde pueden provenir entonces las amenazas para Europa? No, desde luego, de fuera, sino de su interior, de ella misma. El mayor error sería considerar que aquello de lo que ella es portadora, que no creadora, no fuera sino su propia particularidad sólo válida para ella, y no merecedora de extenderse a otras culturas. Si podemos aprender de los autores clásicos, pretensión cada vez más extravagante, es porque merecen la pena, porque tienen algo que enseñarnos a todos los hombres, no sólo a los europeos. El imperialismo de una cultura particular es siempre injusto, pero el imperialismo de la verdad es la suprema expresión de la justicia. Pero esto entraña el reconocimiento de que sólo es europeo quien es capaz de asimilar esa tradición eterna y hacerse digno de ella. Entonces, no es absurdo pensar en la posibilidad de que los verdaderos europeos puedan habitar hoy más allá de nuestras fronteras. Si llegáramos a convertirnos en griegos barbarizados, en nuevos bárbaros apenas conscientes de nuestra propia barbarie, posibilidad nada desdeñable, que incluso algunos estiman en curso, entonces dejaríamos de ser europeos. Y, por el contrario, lo serían todos aquellos que, habiten donde habiten, aspiren al clasicismo y combatan la barbarie. Si pensamos que lo que portamos, como herencia universal, sólo tiene valor para nosotros mismos, renunciamos a la europeidad. Para que Europa sea fiel a sí misma, “habrá de ser consciente a la vez de su valor y de su indignidad. De su valor frente a la barbarie interna y externa a la que le es preciso dominar; y de su indignidad respecto de aquello de lo que ella no es más que mensajera y servidora”. Y esto es el cristianismo: mensajero y servidor de la verdad. Así entendido, defender el cristianismo no será sino defender la forma romana, la única posible, de la cultura europea: la vía donde confluyen Atenas y Jerusalén.

sábado, 5 de mayo de 2007

El buen ciudadano

La objeción de conciencia puede ser invocada tanto por los padres de alumnos como por los profesores

Por Ignacio Sánchez Cámara, el 1 de mayo de 2007

Treinta asociaciones, al menos, defienden la objeción de conciencia contra la nueva asignatura de educación para la ciudadanía. Aducen para ello10 razones principales, entre ellas, la intromisión ilegítima del Estado en la formación moral de los alumnos, la exclusión de las tradiciones religiosas, la trascendencia y la existencia de Dios, el abuso de las emociones y los afectos de los alumnos, la inadecuada promoción de una democracia escolar, la imposición de la ideología de género y la no admisión de la existencia objetiva de la verdad y del bien. El ejercicio de la objeción de conciencia puede ser realizado tanto por los padres de alumnos como por los profesores. No faltan entre los obligados a impartirla quienes se oponen a ella por razones jurídicas, morales y profesionales.

El Estado tiene la obligación de velar por la educación de las personas y de cuidar de la formación de buenos ciudadanos, pero carece del derecho a educar. Los titulares del derecho a la educación son los alumnos y, por representación, los padres. El Estado es sólo el garante del ejercicio del derecho a recibir una educación conforme a sus principios y valores, dentro del marco de la Constitución y de las leyes. Pero carece del derecho a educar y, por lo tanto, a determinar la orientación moral de la educación que se imparte. Por supuesto, también en los centros públicos, cuya titularidad no es del Gobierno, sino de los ciudadanos.

La nueva asignatura es innecesaria e inconveniente; probablemente, también inconstitucional. No es necesaria porque no se precisa de una asignatura especial para formar buenos ciudadanos. Por lo demás, es mucho más eficaz la ejemplaridad personal que la existencia de una asignatura específica. ¿Es que acaso hasta ahora no se ha intentado formar buenos ciudadanos? Más valdría restaurar la disciplina escolar, promover la laboriosidad y la excelencia y recuperar la exigencia y la valoración del esfuerzo y el mérito, que diseñar experimentos de ingeniería moral y aspirar a modelar la conciencia moral de los estudiantes. Además, plantear una asignatura de esta naturaleza entraña la previa contestación a la pregunta acerca de en qué consiste ser un buen ciudadano. Y no es posible contestar a esta pregunta sin apelar a unos determinados valores. Pero la determinación y concreción de estos valores sólo puede ser asunto de la ética. Por lo tanto, la asignatura entraña, en sí misma, la asunción de una determinada moral ¿Cuál? ¿Pueden el Gobierno o una mayoría parlamentaria determinarlo legítimamente? La respuesta sólo puede ser negativa. Naturalmente, muchos de sus contenidos pueden ser razonables y necesarios, mas no exigen la creación de una nueva asignatura, sino que pueden ser impartidos en varias de las que ya existen. Si tan defensores de la libertad son sus promotores, deberían haberla configurado como optativa y no como obligatoria. Otra cosa sería si se tratara de una asignatura dedicada a la enseñanza de la Constitución, sus principios, valores e instituciones. Pero no es ése el caso. Por lo demás, aún aceptando su necesidad o conveniencia, debería haber sido consensuada al menos entre los dos grandes partidos, ya que se trata del más fundamental asunto de Estado.

Pero hay más. La nueva asignatura pretende inculcar, al menos, dos graves errores antropológicos y morales.

EL primero consiste en la asunción del principio, derivado de la nefasta ideología de género, de que la diferenciación sexual de la persona carece de relevancia a la hora de comportarse sexualmente, es decir, que la orientación homosexual o heterosexual es asunto del arbitrio de cada persona sobre la que no puede recaer ninguna consideración moral. El segundo consiste en la asunción del principio de que la verdad moral no existe o queda reducida al resultado del eventual consenso mayoritario de una sociedad. Es decir, la falacia de que la opinión cambiante de la mayoría sea criterio de verdad moral. Como resulta evidente, no se trata de una polémica que enfrente a los creyentes y a quienes no lo son, sino a quienes defienden la libertad de enseñanza y a quienes no lo hacen.

En conclusión, la nueva ley atenta tanto contra la verdad como contra la libertad. Asume principios morales equivocados o que, al menos, no son compartidos por gran parte de la sociedad, acaso su mayoría. Atenta contra la libertad de padres, alumnos y profesores, al imponerles la asunción de valores morales controvertidos. Bastaría, en cualquier caso, para criticarla con esto último. No es lo malo sólo su contenido, sino la extralimitación del poder político que entraña. En cualquier caso, aunque se tratara sólo de la formación de buenos ciudadanos, una exigua mayoría parlamentaria y el Gobierno sustentado en ella carecen del derecho a determinar en qué consiste ser un buen ciudadano. A menos que ser un buen ciudadano consista en ser necesariamente de izquierdas o votar al Partido Socialista. No faltan, pues, razones contra la ley, ni a favor de la objeción de conciencia contra su cumplimiento.

jueves, 3 de mayo de 2007

Dos corrupciones de la laicidad

Por Rafael Navarro-Valls, en La Gaceta, el 27 de abril de 2007

El laicismo radical es un instrumento diseñado para imponer una “filosofía” beligerante contra el factor religioso

La característica más sorprendente del nuevo laicismo radical es su tendencia a sustituir la vieja teocracia por ideocracias. Estas son especies de religiones incompletas, sin Dios y sin vida después de la muerte, pero que quieren ocupar en las almas de los ciudadanos el lugar de una fe que entienden desaparecida o en trance de serlo. De ahí los intentos, por ejemplo, de diseñar unas Navidades laicas o en sustituir las celebraciones cristianas (bautismo, primeras comuniones, matrimonios, etc.) por celebraciones “civiles”. Su objetivo es desencadenar un proceso nuevo “fundamentalismo”, esta vez orientado a una “purificación social”, que arroja los valores morales o religiosos fuera del ámbito de lo público.

La verdadera laicidad es algo positivo --de ahí su belleza-- que garantiza un espacio de neutralidad en el que germina el principio de libertad religiosa y de libertad de conciencia. El laicisimo radical, al contrario, es un simple instrumento diseñado para imponer una “filosofía” beligerante contra el factor religioso por la vía legislativa.

Es un error de cálculo del laicismo pensar que la religión está hoy out y el agnosticismo in. Fue el mismo error en que 1os analistas cayeron respecto a los países del Este, antes de la caída del muro. La verdad es que en el siglo XX los movimientos religiosos ayudaron a poner fin al gobierno colonial y contribuyeron a llegada de la democracia en muchos países del Tercer Mundo. La religión movilizó millones de personas que se opusieron a regímenes autoritarios y apoyaron pacíficas transiciones democráticas. Sin olvidar su verdadera función en política que, como se ha dicho, es “convencer a los que tienen el poder de que están aquí hoy y no lo estarán mañana, y que son responsables ante los de abajo y también ante “El de arriba”.

Las arremetidas del laicismo tienen además un efecto negativo en el tejido social, que comienza a debilitarse con el chantaje de “lo políticamente correcto”. Uno de esos efectos es que entre las personas religiosas comienza a insinuarse lo que se ha llamado el “antimercantilismo moral”. Es decir, una especie de temor, por parte de 1as Iglesias y sus adeptos, a entrar en el juego de la libre concurrencia de 1as ideas y los valores morales. Miedo que esconde una desesperanza con respecto a la fuerza atractiva de lo que cada uno tiene por bueno.

Al convertirse en una premisa del Estado o, mejor, del aparato ideológico que lo soporta, la idea de que sólo es presentable en la sociedad una religiosidad light, dispuesta transigir en sus creencias, las personas que mantienen convicciones religiosas profundamente arraigadas inmediatamente son marcadas con la sospecha de la intolerancia, es decir, con el estigma de un latente peligro social. Sospecha que les lleva con demasiada frecuencia a esa posición que Tocqueville llamaba la “enfermedad del absentismo”, por la que el hombre se repliega sobre él mismo encerrándose en su torre de marfil, ajeno e indiferente a las ambiciones, incertidumbres y perplejidades de sus contemporáneos, mientras la gran sociedad sigue su curso. De este modo, ciudadanos sólidamente religiosos que podrían aportar muchas cosas al torrente circulatorio de 1ª sociedad quedan marginados de la vida política y social.

No deja de tener razón Michael Burleigh cuando, después de estudiar rigurosamente el fenómeno, concluye: “Dado que en 1a historia del laicismo europeo hay períodos oscuros, incluido un genocidio cometido en nombre de la Razón, quizá las personas religiosas deberían mostrarse menos a la defensiva de lo que suelen frente a los ataques de algunos laicistas radicales”.