lunes, 29 de octubre de 2007

Blogger del día

Esto no para, ahora es el premio Blogger del día que me otorga aesyd ayer domingo 28. Como siempre, el valor del premio lo cifro más en quién me lo da que en el premio mismo, por eso lo recojo con orgullo y cumplo con las reglas, que son:

1.- Escribir un post mostrando la foto Premio Blogger del Día y citar el nombre del blogger que te lo regala.

2.- Elegir un mínimo de siete blogs que estimes que se han destacado por alguna razón o te gusten y una breve descripción. Poner el nombre, link y avisarles de la movida.

3.- (Opcional). Exhibir el premio en tu blog.

Los blogueros premiados a mi vez son todos los de mi lista de favoritos, así que los mencionados a continuación están cogidos al buen tuntún:

1. La Web de Kikorb
2. Mi Libre Opinión
3. Caraacara
4. Las cosas claras
5. Nueva fotografía para Inexpertos
6. Pasen y lean, y
7. Mi blog. Hablemos.

miércoles, 24 de octubre de 2007

La nueva fuente del derecho

Parecía que el Estado de Derecho eliminaba como fuente del derecho la subjetividad del gobernante

Por Jaime Rodríguez Arana, en La Gaceta, hoy

Los tratados y manuales de derecho al uso suelen citar entre las fuentes del derecho la Constitución, la ley, las normas sin rango legal, la costumbre, los principios generales, la jurisprudencia y la doctrina. Hasta ahora parecía que el tránsito al Estado de derecho desde el Antiguo Régimen había eliminado como fuente del derecho la subjetividad del gobernante, construyéndose toda una magnífica teoría acerca de la motivación, la objetividad y la racionalidad del poder que ha caracterizado el uso y el ejercicio de la potestades públicas en la democracia. Mucho y muy bien se ha escrito sobre la relevancia de la racionalidad y la objetividad como elementos esenciales de las normas y actos de gobierno desde la revolución de 1879. En este sentido, la subjetividad, el puro arbitrio del gobernante había quedado desterrado del mundo de la legitimidad política. Sin embargo, para sorpresa de propios y extraños, por estos pagos y en otras lejanas latitudes, la motivación de algunos fallos judiciales en el cambio de la voluntad política de los gobernantes ha provocado que, también en este punto, en el capítulo del derecho, más aún, de la seguridad jurídica, España también da que hablar.

Los juristas del derecho público hemos aprendido hace algún tiempo que la pura determinación, sin límites, de la voluntad política no sólo no es fuente de derecho sino que constituye un flagrante ejercicio de arbitrariedad. John Locke decía que la arbitrariedad es la ausencia de racionalidad, la ausencia de objetividad, de motivación, algo inherente al ejercicio del mando en un Estado de derecho. Pues bien, el reino de la arbitrariedad suele instalarse en un sistema en dos dimensiones. En la primera nos hallamos cuando aparece el manto de la oscuridad, de la opacidad, del misterio, de la ambigüedad, del enigma, del claroscuro como contexto para actuar políticamente sin límites. Y nos encontramos en la segunda cuando impera la ausencia de objetividad, de congruencia, de buena fe, de confianza legítima, de proporcionalidad; en una palabra, de racionalidad. La racionalidad, bien lo sabemos los profesores de Derecho, es una de las notas características de las normas jurídicas. Quizás hasta sea la más relevante si se engarza adecuadamente en el marco de la justicia. Racionalidad que ha de presidir el entero proceso de elaboración de las normas y racionalidad que también ha de presidir las actuaciones públicas de los gobernantes. Normalmente, cuando se abandona la razón aparecen las quiebras de la coherencia, el cambio injustificado de tratamiento en los asuntos públicos, la discriminación o la desigualdad. El problema, el gran problema que tal fractura del orden jurídico y social trae consigo reside en que se trata de la antesala del autoritarismo, del dominio de unos sobre otros, de la dictadura de lo conveniente o eficaz políticamente sobre lo justo, lo equitativo, lo que reclama la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales.

En este contexto, por ejemplo, resulta que una serie de conductas determinadas se califican por la autoridad judicial en una época como delitos, mientras que en otro momento las mismas actitudes no son merecedoras del reproche penal. La explicación de tal dispar calificación rside en que el diálogo político en un caso produce una caracterización jurídica y, en otra, da lugar a una situación totalmente diferente. Sinceramente, ¿es posible que el diálogo político se convierta en fuente del derecho? ¿Es proporcionado, razonable, lógico, que en un Estado de derecho desde un poder del Estado se colabore en el intento, calculado y deliberado de instaurar una nueva ideología del diálogo, de dominio absoluto de la voluntad política, que convierta en bueno o malo, en justo o injusto, lo que convenga en cada momento al gobierno de turno?

Hace unos meses nos llamaban la atención en Europa sobre el grado de seguridad jurídica en materia de operaciones económicas que han provocado el asombro y la perplejidad por la obvia y evidente ruptura de unas reglas jurídicas que han de ser conocidas y aplicadas por las autoridades competentes. Tiempo atrás tuvieron que salir a la calle millones de personas para reclamar libertad educativa, sensibilidad hacia la institución matrimonial o políticas antiterroristas dignas de tal nombre. Y ahora, por si fuera poco, nos topamos con resoluciones judiciales que hacen apología de la ideología del diálogo político cómo fuente dederecho.

EL horizonte es, por tanto, bien sombrío. Muchos ciudadanos no alcanzan a calibrar la magnitud de la operación orquestada sencillamente porque el consumismo imperante y el individualismo feroz que se expende desde las terminales mediáticas de uno y otro signo han sumergido a muchos sectores del pueblo en un profundo sueño del que es difícil salir. El dominio actual de la racionalidad económica unilateral incluso se atreve, porque es consciente de la narcotización social, a mover las voluntades de muchas personas que han renunciado a una vida digna y libre a cambio del puro disfrute del bienestar económico, por lo visto el único género de bienestar que se tolera.

En otros casos, el problema es de pura y dura manipulación política ante una población inerme, sin temple moral o coraje ciudadano.Ante esta situación, muchos son pesimistas y se contentan con lamentos y censuras estériles haciendo el juego a la provocación. Sin embargo, tenemos una gran oportunidad para demostrar que la lucha por las libertades siempre derrota a la tiranía, sea sutil o explícita. Para eso es menester caer en la cuenta de que es necesario rebelarse civilizadamente frente a tanta imposición, a tanto pensamiento único y a tanto miedo al pensamiento plural. Es una tarea apasionante, que aunque llevará su tiempo, esta condenada a la victoria.

lunes, 22 de octubre de 2007

La eutanasia y el nazismo

EUGENIO NASARRE (Diputado del Grupo Popular) en ABC, el 17 de octubre de 2007

Minuciosamente, paso a paso, se están preparando los caminos para la legalización de la eutanasia. Como anticipo, las Juventudes Socialistas la han propuesto en su programa, adoptado en su último congreso. Bernat Soria, en calculadas declaraciones, ha ido afirmando que es «una asignatura pendiente» a abordar en la próxima legislatura. Hoy, el Congreso debate una proposición de ley presentada por Izquierda Unida que lleva el perverso título «disponibilidad de la propia vida».

Lo que resulta interesante observar es la gran similitud de los argumentos en que se basan quienes postulan hoy la legalización de la eutanasia con los que sostuvieron Hitler y los nazis, cuando la incluyeron junto con la eugenesia como parte esencial de su proyecto ideológico. Los actuales defensores de la eutanasia son, en este punto, herederos directos de las doctrinas nazis sobre la vida y la muerte de los seres humanos.

El argumento principal para justificar la eutanasia es la conveniencia de suprimir «la vida indigna de ser vivida». Resulta curioso que, en una especie de macabro retruécano, sea la apelación a la «dignidad humana» la razón última con la que se pretende legitimar esta clase de «homicidio compasivo». Claro está que, con tal argumento, lo que realmente se está afirmando es que la «dignidad humana» es selectiva, que los seres humanos no la poseen por igual, sino que depende de determinadas condiciones y circunstancias.

El problema que plantea tal afirmación es doble. Por una parte, quién debe decidir qué vida es «indigna de ser vivida» y merece, en consecuencia, su eliminación. Y, por otra parte, qué consecuencias, no sólo para la víctima, sino para el conjunto de la sociedad, se producen si se llega a imponer la tesis de que resulta conveniente y benéfico provocar la muerte a aquellas personas en las que concurren las circunstancias que hacen a su vida «indigna de ser vivida». Las consecuencias son terribles y conducen a la máxima degradación de una sociedad, como sucedió en la Alemania de Hitler.

Tanto en el nazismo como en los que ahora defienden la legalización de la eutanasia, evidentemente la «vida indigna de ser vivida» (y, por lo tanto, eliminable) no es la de los sanos, los fuertes, los inteligentes, los que están pletóricos de facultades. Por el contrario, es la propia de los enfermos, de quienes no pueden valerse por sí mismos, en definitiva, la de los desvalidos e indigentes, la de los que necesitan el auxilio de otras personas para poder vivir. Es curioso que en la proposición de ley de Izquierda Unida no se contempla como supuesto de despenalización «facilitar la muerte digna y sin dolor» (¡así se define el homicidio en el texto!) de quienes gozan de una salud rebosante. Sólo se contempla la despenalización «en caso de enfermedad grave que hubiera conducido necesariamente a su muerte» o «le incapacitara de manera generalizada para valerse por sí misma». Está claro que la eutanasia sólo está pensada para aplicarse a los desvalidos. Y es que irremediablemente la eutanasia no podrá disociarse nunca de la eugenesia. La una conduce a la otra.

Este era el mismo planteamiento sostenido por los nazis. Hitler, en la concentración del partido nacionalsocialista de Nuremberg de 1929, ya afirmó que «como consecuencia de nuestro humanitarismo sentimental moderno, intentamos mantener a los débiles a expensas de los sanos». Hitler no llegó a impulsar políticas favorables a la eutanasia hasta el último período de su gobierno, una vez iniciada la contienda mundial. Pensaba que la sociedad alemana «todavía» no estaba preparada. Pero en 1939, cuando la voluntad del Führer era ya irresistible, expresó al dirigente de los Médicos del Reich «que era justo que se erradicasen las vidas indignas de pacientes mentales graves» (Michael Burleigh, El Tercer Reich). Y a partir de ese año la Cancillería del Führer empezó a autorizar a médicos la práctica de «homicidios compasivos», empezando con los casos de niños nacidos con malformaciones y enfermedades congénitas, tales como síndrome de Down, micro e hidrocefalias, parálisis espásticas y enfermedades mentales graves, alegándose como pretexto las súplicas de padres angustiados. La justificación de la práctica de la eutanasia era presentada por los nazis, sobre todo al comienzo de su implantación, como una respuesta a las demandas de los propios ciudadanos.

También en la exposición de motivos de la proposición de ley de IU se invoca similar justificación. Y saca a relucir una encuesta de la OCU según la cual el 65 por ciento de los médicos y el 85 por ciento de las enfermeras «alguna vez han recibido la petición de un paciente terminal de morir, bien a través de un suicidio asistido o de la eutanasia activa».

Muchos de nosotros conservamos en la retina las imágenes imborrables de la película «Año cero», de Rossellini. Aquel padre, doliente en el lecho, en medio de la miseria y de la degradación de la Berlín devastada al acabar la guerra, que dice a sus hijos: «Soy un estorbo; mejor sería que me muriera». Y aquel hijo, niño todavía, que cuenta la escena a su antiguo preceptor nazi, y que recibe su consejo: «No queda más remedio que sacrificar a los débiles; asume tu responsabilidad». Cuando el padre inicia una recuperación, recibe la droga letal de manos de su hijo.

Los defensores en nuestros días de la eutanasia invocan un presunto «derecho a morir», que debería ser garantizado y protegido por el Estado. El «derecho a morir» se convierte inexorablemente en «derecho a ser matado». Pero, por lo menos hasta ahora, nadie se ha atrevido a postular ese «derecho» con carácter universal, sino sólo en unos determinados supuestos asociados a la enfermedad y a la invalidez. Por lo tanto, la legitimidad de este «homicidio compasivo» requiere el concurso necesario no sólo del ejecutor del homicidio (el verdugo), sino de quien dictamina que quien ha pedido su muerte está incurso en los supuestos contemplados en la legislación. En otras palabras, la eutanasia requiere el concurso de los médicos. Así ocurrió en la Alemania de Hitler. Fueron los médicos integrados en el partido nazi los encargados de la ejecución del programa de eutanasia impulsado por el Führer.

Uno de los pilares de nuestra civilización es el «juramento hipocrático», observado desde tiempos inmemoriales por la profesión médica como núcleo de su código deontológico. El juramento hipocrático contiene esta máxima: «A nadie daré una droga mortal aun cuando me sea solicitada; ni daré consejo con este fin». Los médicos nazis retorcieron de modo espeluznante el texto de Hipócrates, desvinculándolo de la defensa del individuo. ¿También los actuales defensores de la eutanasia enterrarán, como baúl inservible, el «juramento hipocrático»?¿Pretenderán que los médicos se han de convertir en dispensadores de la muerte para hacer efectivo el blasonado «derecho a morir»? ¿No significa todo ello la muerte de nuestra civilización?

domingo, 14 de octubre de 2007

La abolición del hombre (II)

Por Juan Manuel de Prada en XLSEMANAL del 14 al 20 de octubre de 2007

Nos preguntábamos la semana pasada, siguiendo los razonamientos de C. S. Lewis en su ensayo La abolición del hombre (Ediciones Encuentro), si el poder del hombre para hacer lo que le plazca no es, en realidad, el poder de unos pocos hombres para hacer de otros hombres lo que les place. Inevitablemente, la principal vía para instaurar esta nueva dominación será, a juicio de Lewis, la educación. Los antiguos educadores acataban esa ley natural, común a todas las tradiciones culturales, a la que nos referíamos en un artículo anterior; no trataban, por lo tanto, de educar a los niños conforme a esquemas preestablecidos por ellos mismos. «Pero los que moldeen al hombre en esta nueva era –vaticina Lewis– estarán armados con los poderes de un estado omnicompetente y una irresistible tecnología científica: se obtendrá finalmente una raza de manipuladores que podrán, verdaderamente, moldear la posteridad a su antojo.» Los valores que estos nuevos manipuladores impongan ya no serán la consecuencia de un orden natural que inspira la Razón; por el contrario, generarán juicios de valor en el alumno como resultado de una manipulación. Los manipuladores se habrán emancipado de la ley natural, presentando dicha emancipación como una conquista de la libertad humana. Para ellos, el origen último de toda acción humana ya no será algo dado por la Naturaleza; será algo que los manipuladores podrán manejar. Los manipuladores de ese futuro aciago que Lewis vaticina «sabrán cómo ‘concienciar’ y qué tipo de conciencia suscitar». Estarán en condiciones de elegir el tipo de orden artificial que deseen imponer. Podrán, en fin, crear ex novo motivos que guíen la conducta humana.

C. S. Lewis no presupone que estos manipuladores sean personas malvadas, «pues ni siquiera son ya hombres en el antiguo sentido de la palabra. Son, si se quiere, hombres que han sacrificado la parte de humanidad tradicional que en ellos subsistía a fin de dedicarse a decidir lo que a partir de ahora ha de ser la Humanidad». ‘Bueno’ y ‘malo’ se convertirán en palabras vacías, puesto que el contenido de las mismas, su significado, lo determinarán ellos mismos, a libre conveniencia, según las conveniencias de cada momento, según el dictado de sus sentimientos. No es que sean hombres malvados; es que han dejado simplemente de ser hombres, se han convertido en meros artefactos, dispuestos a convertir a quienes vienen detrás de ellos en artefactos hechos a su imagen y semejanza. Apartándose de la ley natural, han dado un paso hacia el vacío.

Cualquier motivo cuya validez pretenda tener un peso más allá del sentimiento experimentado en cada momento ya no servirá. Y en una situación en que quien se atreve a calificar una conducta como buena o mala es menospreciado, prevalece quien dice: «Yo quiero». La única motivación que los manipuladores aceptarán será la que se guía por su fuerza sentimental. ¿Podemos esperar que, entre todos los impulsos que llegan a mentes vaciadas de todo motivo ‘racional’ o ‘espiritual’, alguno de ellos sea bondadoso? Tal vez, pero desgajados de aquella ley natural que los explicaba y sustentaba, tales impulsos bondadosos quedarán abandonados a su suerte y no tendrán influencia alguna. Tampoco parece probable que una persona entregada al dictado de sus sentimientos pueda llegar a ser buena o recta; tarde o temprano, sus impulsos bondadosos perecerán ahogados ante la pujanza de impulsos caprichosos, liberados de todo freno moral. ¿Y qué ofrece –se pregunta C. S. Lewis– el manipulador a los hombres que pretende abolir? Lo mismo que Mefistófeles a Fausto: «Entrega tu alma, y recibirás poder a cambio». Pero una vez que hayamos entregado nuestras almas, es decir, que entreguemos nuestras personas, el poder que se nos otorga no nos pertenecerá. Seremos esclavos y marionetas de aquello a lo que hayamos entregado nuestras almas. No podemos entregar nuestras prerrogativas y, al tiempo, retenerlas. O somos espíritus racionales obligados a obedecer los valores que se desprenden de la ley natural o bien somos mera materia moldeable según las preferencias de los amos. Lewis concluye que sólo la ley natural proporciona a los hombres una norma de actuación común, una norma que abarca a la vez a los legisladores y a las leyes. Cuando dejamos de creer en los valores que se desprenden de esa ley natural, la norma se convierte en tiranía y la obediencia, en esclavitud. Y en ésas estamos. No dejen de leer La abolición del hombre.

lunes, 8 de octubre de 2007

La abolición del hombre (I)

Por Juan Manuel de Prada en XLSEMANAL del 7 al 13 de octubre de 2007

Acabo de leer un extraordinario ensayo de C. S. Lewis titulado La abolición del hombre (Ediciones Encuentro), en donde se nos propone un feroz y lucidísimo diagnóstico sobre la crisis de nuestra cultura. En La abolición del hombre, el autor de las célebres Crónicas de Narnia nos propone una vindicación de la ley natural, a la vez que nos alerta sobre los peligros de una educación que, fundándose sobre el subjetivismo, trate de apartarse de esa senda, sustituyendo los juicios y los valores objetivos por los puros sentimientos. El libro, que se complementa con un repertorio de sentencias morales coincidentes, aunque originarias de tradiciones culturales diversas –confuciana, platónica, aristotélica, judía o cristiana–, postula que cualquier civilización procede, en último extremo, de un centro único; y que el único modo de llegar a ese ‘centro’ es siguiendo un camino, una ley natural inspirada por la Razón. El ensayo de C. S. Lewis cobra una actualidad candente en una época como la nuestra, en la que mediante la educación se pretenden instaurar nuevos sistemas de valores ad hoc que se presentan como conquistas de la libertad, pero que no son sino disfraces de una pavorosa esclavitud, formas sibilinas de manipulación que despojan al hombre de su condición humana.

El orden natural inspira a la Razón la convicción de que ciertas actitudes son realmente verdaderas y buenas y otras, realmente falsas y nocivas. Ninguna emoción o sentimiento tiene en sí mismo lógica, pero puede ser racional o irracional según se adecue a la Razón o no. El corazón nunca ocupa el lugar de la cabeza, sino que puede, y debe, obedecerla. Siguiendo a Platón y Aristóteles, C. S. Lewis sostiene que este orden natural que inspira a la Razón no es uno cualquiera de entre los sistemas de valores posibles, sino la fuente única de todo sistema. Las nuevas ideologías proponen sacar de contexto y tergiversar aspectos diversos de ese orden natural; su rebelión sería algo así como «la rebelión de las ramas contra el árbol»: si los rebeldes del orden natural pudieran vencer, se encontrarían con que se han destruido a sí mismos. «La mente humana –afirma Lewis– no tiene más poder para inventar un nuevo valor que para imaginar un nuevo color primario o, incluso, que para crear un nuevo sol y un nuevo firmamento que lo contenga.» Lo cual, por supuesto, no quiere decir que no se pueda progresar en nuestra percepción del valor; pero esas percepciones nuevas tienen que realizarse desde dentro del orden natural, no desde fuera. Sólo el hombre que se ha dejado guiar por el orden natural puede profundizar en los valores que de él emanan.

En nuestra época, la infracción de la ley natural es con frecuencia percibida como una conquista del progreso. Para C. S. Lewis, lo que denominamos `conquista´ no es sino imposición del poder de unos hombres sobre otros. Ilustra su aserto con el ejemplo de los anticonceptivos, una consecución del progreso que la mayoría de los hombres considera un logro. Pero, para Lewis, lo que los anticonceptivos permiten a una generación humana es convertirse en dueña de las generaciones venideras. A través de la contracepción, se niega o restringe la existencia de las generaciones venideras, se las obliga a ser –sin que se les pida opinión– lo que la generación actual decide tiránicamente. Así, concluye Lewis, «lo que llamamos poder del hombre sobre la Naturaleza se revela como poder de algunos hombres sobre otros con la Naturaleza como instrumento». Algo similar ocurre con la educación que se rebela contra la ley natural: la generación actual ejercita un poder sobre las generaciones venideras, un poder que, en lugar de hacerlas más fuertes, las debilita, dejándolas más inermes en manos de los grandes planificadores y manipuladores. Todo poder conquistado por el hombre es también un poder ejercido sobre el hombre. A la postre, la educación que se revuelve contra la ley natural resultará ser el proyecto de algunos cientos de hombres sobre miles de millones de ellos. El peldaño final se alcanzará cuando, mediante esa educación, el hombre logre un completo control de sí mismo; pero ese control se logrará mediante la abolición de la naturaleza humana. Seremos libres para hacer de nuestra especie aquello que deseemos; pero ¿merecerá esa especie resultante el calificativo de humana? Ese poder del hombre para hacer lo que le plazca, ¿no será en realidad el poder de unos pocos hombres para hacer de otros hombres lo que les place? Trataremos, de la mano de C. S. Lewis, de dar respuesta a este interrogante en la próxima entrega.

sábado, 6 de octubre de 2007

Monjes y política

Se me han adelantado, la idea es que hay injerencias religiosas e injerencias religiosas, según; hay religiones que son el opio del pueblo (en España la católica) y otras políticamente correctas, como el budismo (al menos en Occidente, no tanto en Birmania...).

Presenta muy bien la paradoja Birmania: aplausos a la injerencia religiosa en la vida pública, del blog La Iglesia en la prensa.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Ilustración e ‘ilustracionismo’

El Ilustracionismo es un veneno para la sociedad, ataviado de corrección política y de ecuanimidad

Por Rafael Domingo, en La Gaceta de los Negocios, hoy 3 de octubre de 2007

LO que parecía, a primera vista, un rayo fugaz del siglo XVIII —el de las luces— resultó ser una tormenta colosal que abonó el humus de la Modernidad. Anclada en las profundidades medievales del averroísmo latino y en las torres inexpugnables del nominalismo escolástico, prefigurada en el Humanismo y el Luteranismo, la Ilustración, superadora del artificial orbe barroco, se extendió a lo largo del mundo con una inusitada rapidez, con una violencia casi vesánica.
Por Francia, de la mano de enciclopedistas y pensadores como Montesquieu, Voltaire o Rousseau. Por Gran Bretaña, disfrazada de empirismo, del brazo de Newton y Mandeville, así como del economicismo de Adam Smith. Por Alemania, la Aufklärung brilló con un Wolff, un Tomasio, pero sobre todo con Inmanuel Kant, quizá la figura más representativa del esfuerzo ilustrado. Por Italia, con Beccaria, autor del famoso opúsculo De los delitos y de las penas. Y por los restantes países de Europa. También, por supuesto, por España, en las personas de un Jovellanos o un padre Feijoo. Pronto, el espíritu ilustrado saltó al Nuevo Mundo dando vida a los Estados Unidos, iluminando la razón de sus padres fundadores. Con asombro, Alexander von Humboldt afirmó que la Ilustración había calado incluso en las selvas sudamericanas. Las jóvenes naciones del Pacífico Sur, pletóricas del racionalismo ilustrado, pronto, muy pronto, se emanciparían del Imperio español continuando su devenir histórico por el sendero que señalaban los nuevos vientos revolucionarios.

La Ilustración llegó en el momento preciso, con los medios oportunos. Los absolutismos, los fideísmos, los imperialismos, los estamentismos y las intolerancias fueron sepultadas por ella, dejando paso a la consolidación de una sociedad centrada en el hombre y muy particularmente, en su capacidad de progreso y de superación. En cada ser humano. En su razón. Una razón autónoma, reglada —como la hora marcada por un reloj—, libre, secular, cuna del progreso y de la felicidad. Y sobre todo, una razón natural, como esa concepción deísta que campó a sus anchas por los clubes, logias y cenáculos iluministas. Una razón, también, plagada de un sentimentalismo moral profundamente ingenuo, que defendió hasta la saciedad el mito del buen salvaje, la metáfora de la bondad intrínseca. La ilustración trajo todo aquello. Su varita mágica: la tolerancia. Su estamento preferido: la burguesía. Su instrumento: la revolución. El jacobinismo, en sus excesos. Después, mucho después, la democracia.

Matizada por el romanticismo, el socialismo, el anarquismo, el nacionalismo y cuantos ismos se quieran incorporar, lo cierto es que la Ilustración semper latebat, como energía originaria, como impulso creador. Al igual que todo movimiento, la Ilustración trajo cosas buenas y menos buenas. Sirvió para remover los cimientos de una sociedad apolillada y recuperar ilusiones perdidas. Devolvió el optimismo, la cultura popular, el amor a las artes, a las letras, a la erudición. Aportó nuevas ideas, los derechos de los ciudadanos, el liberalismo democrático, la libertad de prensa, la libertad religiosa y la argamasa del país que gobierna nuestro mundo: los Estados Unidos de Norteamérica. Vanidosa y caprichosa, la Ilustración se colgó medallas que no le correspondían. Y eso pasa factura, pues a ninguna época le es dado juzgarse. La autocrítica, para los marxistas. No para el liberalismo ilustrado, proclive a la exageración y al determinismo.
El problema de la Ilustración fue su torpe retirada, su lento declive. Jamás supo ceder el paso, dar lugar a nuevos movimientos, reconocer el carácter efímero de cualquier corriente social y cultural. Pretendió inmovilizar la historia, dominarla, como se doma un caballo o se conduce un coche. Intentó erigirse en intérprete auténtico del devenir de la Humanidad. Quiso jugar a ser el oráculo de un Delfos perpetuo, inmutable, perfecto. Por eso, siglos después, todavía viva, aunque decrépita, la Ilustración ha devenido en un Ilustracionismo ramplón, anclado en el pasado, cristalizándolo, avanzando a trompicones con el temblor propio de un paciente achacoso.
El Ilustracionismo es a la Ilustración lo que el racionalismo ilustrado a la racionalitis; el secularismo iluminado a la laicitis; la tolerancia de las Luces a la permisivitis; la democracia liberal a la democratitis; el derecho racional a la legalitis o las confesiones religiosas a la fanatitis. Una degeneración, una deformación. Una vulgarización. Acaso un sucedáneo edulcorado.

EL Ilustracionismo es, pues, un veneno para nuestra sociedad, muy bien ataviado, eso sí, de corrección política, de ecuanimidad, de solidaridad. De progreso. E incluso, de globalización. Y es fabricado por unos pocos hombres, ávidos de poder y sedientos de dominio que continúan pensando que la fuerza de las ideas ilustradas, bien dirigida, puede conducirles al gobierno del mundo. El Ilustracionismo bien puede servir de ideología sempiterna a esos actores de poder que buscan perpetuarse en el Gobierno, moldeando la voluntad de las masas mediante la falacia de una educación para la ciudadanía. Nuestra aldea global —he aquí la gran revolución de nuestros días— puede ser controlada y manipulada, como si de una flor entre las manos se tratase. Es objeto de conquista, de poder total. Basta convertir la razón en tecnología, la fe en sentimiento, y al hombre en un productor de riqueza. Así, el camino queda expedito para una nueva criptocracia y para un orden mundial en el que los grandes ideales ilustrados sean sepultados bajo un túmulo de mentiras, desvíos e insensatez.

lunes, 1 de octubre de 2007

Asignatura Totalitaria

El Gobierno ha exhibido una intransigencia incompatible con la propia materia

Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta de los Negocios, hoy

La aprobación de Educación para la Ciudadanía entraña un triple error: político, jurídico y moral. Es un grave error político crear una nueva asignatura que persigue la formación cívica de los alumnos sin alcanzar, y ni siquiera intentarlo, un acuerdo político con la oposición. El Gobierno y sus aliados parlamentarios han exhibido una intransigencia, incompatible, por lo demás, con la propia naturaleza de lo que se pretende, entre otras cosas, enseñar: nada de diálogo y todo de imposición mecánica de exiguas mayorías. Perfecto ejemplo de educación cívica. Si toda gran reforma educativa debería nacer del consenso general de la sociedad y de sus representantes políticos, lo mismo cabe exigir cuando se trata de la creación de una nueva asignatura obligatoria de naturaleza moral. El fracaso de la nueva asignatura no es cuestión opinable: la asignatura del consenso y la democracia no ha generado sino división social y disenso. Es una pura falsedad afirmar que sólo pretende el conocimiento de la Constitución y de los derechos fundamentales.

Es evidente que va mucho más allá de ello. Basta consultar los descriptores de la asignatura u ojear los manuales existentes, en los que se incluyen cuestiones relativas a la condición humana, la identidad personal, la orientación sexual, la educación emocional o la construcción de la conciencia moral, de las que nada dice la Carta Magna. Es un error político la intromisión del Gobierno en la educación moral que han de recibir los alumnos. Hay que añadir que es falso que se trate de una asignatura equivalente a las que existen en otros países democráticos, pues en éstos no se invade el ámbito de la conciencia moral. Es un error jurídico. Habrá que esperar a lo que decida la Justicia y, especialmente, el TC, pero parece evidente que la imposición de la asignatura entraña una vulneración del artículo 27 de la Constitución, que garantiza el derecho de los padres a decidir la educación moral que han de recibir sus hijos. Las democracias liberales no entregan al Estado el derecho a dirigir la educación, sino sólo la misión de garantizar el libre ejercicio de ese derecho, cuyos titulares son los alumnos y sus padres. El Estado no es el dispensador de una especial sabiduría moral, sino el garante del ejercicio del derecho a la educación. La asignatura, tal como ha sido configurada, entraña la violación de un derecho fundamental de los padres y es, en este sentido, inconstitucional.

Constituye además un grave error moral y filosófico. La asignatura persigue el adoctrinamiento de los alumnos y promueve una determinada visión de la antropología y de la moral, que excluye la dimensión religiosa y trascendente de la persona humana, impone la ideología de género, la manipulación de las emociones y una visión relativista de la cultura y la moral. La concepción del hombre en la que se sustenta resulta incompatible con la fe religiosa, de manera que sus contenidos resultan incompatibles con los de la asignatura de religión católica, optativa elegida por la mayoría de los padres y alumnos. Más que una asignatura, es la imposición de una determinada ideología laicista. El argumento de la adaptabilidad de la asignatura a las preferencias de los padres o a los idearios de los centros no hace sino confirmar su condición adoctrinadora, pues si se tratara de la mera enseñanza de la Constitución y sus principios, valores e instituciones, no sería necesario recurrir al pluralismo ideológico de sus versiones. El contenido de los libros de texto existentes prueba, de modo elocuente, el carácter fuertemente ideologizado y adoctrinador de la asignatura, hasta el punto de que algunos colectivos de homosexuales reclaman la retirada del único texto, al parecer, que se opone a los desmanes de la corrección política y la manipulación ideológica. Es evidente que los centros educativos y los profesores pueden evitar los peores desmanes del engendro, pero acogerse a esa posibilidad y tolerar el mal para los demás sería muestra de insolidaridad con los padres, que no tendrán la misma posibilidad de elegir y de evitar la violación de su derecho. Que un mal sea parcialmente evitable no significa que no sea un mal. Además, lo decisivo no es tanto el contenido concreto de las enseñanzas que se impartan como el hecho de que el Estado invada un ámbito que no es de su competencia, como es el de la formación moral de los alumnos, que corresponde a los padres. Esta invasión es propia de los regímenes políticos totalitarios, que se caracterizan por la invasión por parte del poder político de todos los ámbitos de la vida social y por la decisión de imponer a toda la sociedad un sistema único de (valga la exageración) pensamiento. Es una manera de manipular las conciencias y regimentar las vidas, propia de la pesadilla que denunció Orwell. Un atentado contra el derecho de los padres.

Por todas estas razones políticas, jurídicas y morales, y otras que cabría añadir, resulta debido oponerse a la implantación injusta de esta asignatura totalitaria.